El edificio era antiguo, con las paredes cubiertas de enredaderas y balcones de hierro forjado que chirriaban cuando el viento pasaba. En el tercer piso, puerta 3B, Elías comenzaba su mañana como siempre: en silencio, con una taza de café negro entre las manos, mirando hacia el balcón de enfrente.
Luna estaba allí, descalza, con una taza de té humeante y pintura en las mejillas. El sol de las siete acariciaba su cabello desordenado y hacía brillar los colores que tenía en la paleta. Pintaba con el mismo entusiasmo con el que hablaba del universo: como si todo lo que tocara pudiera convertirse en algo eterno.
-Buenos días, Elías -le dijo ella alzando la mano, sin dejar de mover el pincel.
-Buenos días, Luna -respondió él, levantando ligeramente su taza.
Ese era su ritual desde hacía años. Se saludaban desde sus balcones, compartiendo ese pequeño instante de complicidad antes de que la ciudad despertara por completo.
Elías era arquitecto. Le gustaban los ángulos rectos, los cálculos exactos y el orden. Luna era su contrapeso: artista, caótica, apasionada. Lo sacaba de su lógica sin esfuerzo, aunque ella no lo supiera. Vivían puerta con puerta desde hacía casi cinco años, y en ese tiempo habían construido una amistad que parecía inquebrantable.
Pero para Elías, la palabra "amistad" era solo una forma segura de estar cerca de ella sin romper nada. Porque la verdad -esa que guardaba con precisión quirúrgica- era que la amaba. Desde el primer momento.
-¿Hoy tienes reunión? -preguntó Luna, colgando una tela en el balcón para que se secara.
-Sí, con una constructora que quiere levantar un edificio sin ventanas. -Frunció el ceño-. Modernismo mal entendido, supongo.
Luna soltó una risa que le hizo cosquillas al corazón.
-Diles que el alma también necesita luz. -Y luego añadió-: Esta noche hay vino en mi casa. ¿Te apuntas?
-Claro -respondió sin pensarlo-. Llevo pan.
No era la primera vez que cenaban juntos. En realidad, Elías había perdido la cuenta de cuántas noches habían compartido platos, risas y confidencias. Pero cada una era una forma distinta de caer más hondo.
Mientras ella volvía al interior de su apartamento, con el pincel aún en la mano, Elías se quedó unos segundos más en el balcón. Observó cómo la tela colgaba al viento, como si flotara entre sus dos mundos: el orden y el caos, lo contenido y lo libre.
Adentro, su casa estaba impecable. Planos sobre la mesa, una taza extra en el escurridor de platos -por si Luna se le ocurría pasar sin avisar- y una libreta negra en la que escribía cuando sentía que iba a explotar de todo lo que no decía.
Tomó un bolígrafo y escribió:
"Hoy la vi con pintura en la cara. Era arte, y no lo sabía."
Elías no necesitaba más que eso para saber que su día ya había valido la pena.