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Cuando el amor muere, la venganza nace

Cuando el amor muere, la venganza nace

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Acerca de

El día que enterramos a mi hijo de cuatro años, Leo, asesinado en un atropello y fuga, la conductora, Karyn Montes, apareció junto a su tumba. Sonrió, dejó caer el juguete favorito de Leo en su ataúd abierto y lo llamó «una cosita torpe». Mi esposo, el Fiscal General del Estado, David Barrios, el pilar de la ciudad, se quedó a mi lado, en silencio. Yo, una periodista de investigación, sabía que encontraría justicia. Tenía las pruebas, el testigo, una trayectoria ganadora del Premio Nacional de Periodismo. Pero Karyn Montes era diferente. El juez, un títere de su poderoso padre, desestimó todo. Salió libre. Entonces, el alguacil gritó mi nombre. «Eva Benítez, queda usted arrestada». Mi propio esposo, el padre de Leo, me procesó por negligencia criminal. Convirtió mi dolor, mi búsqueda frenética de la verdad, en una obsesión paranoica. Mi mejor amiga, Cheri, testificó en mi contra, afirmando que yo era inestable. El jurado me declaró culpable. Tres años en un penal de máxima seguridad. Por ser una madre en duelo. Por perder a mi hijo. Perdí otro hijo en la cárcel, un secreto que enterré en lo más profundo. ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me traicionó? El día que salí libre, lo encontré en la tumba de Leo, con Karyn y su hijo. «Papi, ¿ya podemos ir por un helado?». Karyn arrulló: «Tenemos que saludar a tu hermano». Mi mundo se hizo pedazos. No solo me había incriminado; me había reemplazado. Había reemplazado a nuestro hijo.

Capítulo 1 Una amarga traición

El día que enterraron a mi hijo Leo, quien tenía cuatro años y murió en un atropello con fuga, la conductora, Karyn Morse, se presentó ante su tumba. Sonrió, dejó caer en el ataúd abierto su juguete favorito, y lo llamó "pequeño torpe".

Mi esposo, el fiscal distrital, David Blair, quien era un pilar de la ciudad, permaneció en silencio. Yo, como periodista de investigación, sabía que encontraría justicia. Tenía las pruebas, el testigo y un historial como ganadora del Premio Pulitzer. Sin embargo, las cosas con Karyn eran diferentes. El juez, en deuda con su poderoso padre, desestimó todo. Ella salió libre. Acto seguido, el alguacil pronunció mi nombre. "Eva Benton, queda usted detenida". Mi esposo, el padre de Leo, me acusó de negligencia criminal. Convirtió mi dolor, mi búsqueda frenética de la verdad, en una obsesión paranoica.

Mi mejor amiga, Cheri, testificó en mi contra, alegando que era inestable. El jurado me declaró culpable. Me sentenciaron a tres años en una prisión de máxima seguridad por ser una madre afligida, por haber perdido a mi hijo. Lamentablemente, tuve un aborto en la cárcel, un secreto que enterré en lo más profundo de mi alma.

¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué él me traicionó? El día que me liberaron, lo encontré en la tumba de Leo, con Karyn y su hijo. "Papá, ¿podemos ir a comprar helado ahora?". Karyn respondió cariñosamente: "Tenemos que saludar a tu hermano". Mi mundo se derrumbó. Él no solo me había incriminado, además me había reemplazado. Había sustituido a nuestro hijo.

Capítulo 1 Una amarga traición

El día que enterraron a mi hijo, Leo, el cielo tenía un cruel y perfecto tono azul. Tenía cuatro años. Fue un atropello y fuga. El auto era un convertible rojo cereza, y la conductora se llamaba Karyn Morse.

Estaba parada junto a la pequeña tumba abierta, con el olor a tierra fresca impregnando el aire. Mi esposo, el fiscal distrital, David Blair, me rodeaba con el brazo, mostrándose fuerte ante las cámaras que nos fotografiaban desde una distancia respetuosa. Éramos la pareja poderosa de la ciudad, y ahora nos habíamos convertido en su trágica historia.

Mi dolor era algo vacío, una caverna enorme y silenciosa dentro de mi pecho. Quería gritar, hundirme en la tierra con mi hijo, pero mi cuerpo estaba paralizado.

Entonces llegó ella. Karyn, usando un vestido de lino blanco que destacaba entre la multitud de trajes negros, caminó hacia nosotros. Su padre, el magnate inmobiliario Dick Underwood, la seguía a una corta distancia, con el rostro tan impasible como severo. Era el mayor donante de la campaña de mi esposo.

No se detuvo a unos metros, sino que se acercó a la tumba y se asomó como si fuera una curiosidad en un museo. Los asistentes comenzaron a murmurar. Mi mano, que sostenía una solitaria rosa blanca para mi pequeño, comenzó a temblar. Karyn levantó la vista de la tumba y sus ojos, tan gélidos como vacíos, se encontraron con los míos. Sonrió, un gesto pequeño y mordaz.

"Qué lástima", dijo, y su voz flotó en la ligera brisa. Metió la mano en su bolso de marca y sacó un pequeño dinosaurio de peluche, el favorito de Leo, que había perdido en el parque la semana pasada, y que estuve buscando por todas partes.

Lo balanceó sobre la tumba abierta. "Se le cayó esto, ¿sabes?", dijo como si nada. "Justo antes. Qué torpe era".

Luego, lo soltó. El dinosaurio verde cayó y aterrizó suavemente sobre la madera pulida del pequeño ataúd de mi hijo. Algo dentro de mí se rompió. La silenciosa caverna de mi dolor se llenó de una ardiente ira que rugía. Todo mi cuerpo temblaba. David me apretó el hombro con más fuerza, como advertencia. Pero no pude detenerme. Di un paso adelante, y dije, con la voz reducida a un susurro:

"Lo mataste".

La sonrisa de Karyn se ensanchó. "La policía me exoneró, Eva. Fue un trágico accidente. Debiste cuidarlo mejor".

Obtendría justicia. Era periodista de investigación; sabía cómo indagar, cómo encontrar la verdad y sacarla a la luz. Utilizaría la ley, el sistema que mi esposo representaba, para poner a ese monstruo donde debía estar.

La audiencia preliminar fue un circo mediático. Me senté en la primera fila, con mi mejor amiga y colega, Cheri Reid, a mi lado. Ella me apretó la mano, con una expresión en el rostro que reflejaba mi propia incredulidad.

"Es la hija de Dick Underwood", susurró alguien detrás de mí. "El principal patrocinador de David. Es imposible que la manden a la cárcel".

No me importaba. Tenía pruebas: una foto de una cámara de tráfico, pixelada pero lo suficientemente clara. Además, había un testigo que vio un convertible rojo alejarse a toda velocidad. Pasé semanas reuniendo todas las piezas, haciendo el trabajo que la policía parecía tan renuente a realizar. Había construido un caso tan sólido que ni siquiera el dinero de Dick Underwood podría derribarlo. Yo era Eva Benton. Mi reportaje sobre la corrupción en la alcaldía me había hecho ganar un Premio Pulitzer. Había derribado a hombres poderosos antes. Esta mujer malcriada y sin alma no sería diferente.

Pero lo fue. El juez, un hombre que le debía su puesto a Underwood, desestimó las pruebas, el testigo se retractó de su testimonio y Karyn Morse salió libre sin ningún cargo.

La sala empezó a girar. Sentí que el brazo de Cheri me sostenía. No había terminado: apelaría, encontraría más.

Luego, el alguacil pronunció mi nombre: "Eva Benton, está usted arrestada".

Lo miré, confundida. Sobre la mesa del fiscal apareció un nuevo expediente. Mi esposo se levantó. No me miraba.

"Por la negligencia criminal, que provocó la muerte de su hijo, Leo Blair", leyó el juez con voz monótona.

Me llevaron a juicio. Mi marido, el hombre con el que había construido una vida y el padre de Leo, me procesó. Utilizó mi dolor, mis llamadas frenéticas y mis noches de insomnio tras el accidente como prueba de mi inestabilidad mental. Distorsionó mis investigaciones periodísticas y las convirtió en una obsesión paranoica. Afirmó que no estaba vigilando a nuestro pequeño, que me encontraba distraída con mi celular, que era una mujer negligente.

Llamaron a Cheri al estrado. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras testificaba que yo había estado sobrecargada de trabajo, estresada, que no era la misma... Fue una traición tan dura que me dejó sin aliento.

Explotaron nuestra imagen: la poderosa pareja perfecta, destrozada por el descuido de la esposa. Era una historia mejor, una más limpia y adecuada para un hombre que estaba a punto de postularse como alcalde.

El alegato final de David fue una actuación magistral llena de carisma y un falso dolor. Habló de un sistema judicial que debe permanecer imparcial, incluso cuando le rompe el corazón a un hombre.

Me miró por primera vez, con los ojos llenos de un sufrimiento que por poco me creí.

El jurado me declaró culpable. Tres años. Me condenaron a tres años en una cárcel de máxima seguridad, por ser una madre afligida, por haber perdido a mi hijo.

Este tiempo pasó tan rápido como un borrón, en medio del hormigón de la celda y los uniformes grises, de una violencia a la que aprendí a sobrevivir. De un vacío que nunca desapareció. Perdí un embarazo en una brutal pelea que no inicié; otro secreto que escondí. Lo único que hice fue sobrevivir, impulsada por una única y ardiente pregunta que escribí en mil cartas que David nunca respondió: ¿por qué?

El día que me liberaron, el cielo estaba nublado, de un gris indiferente. No fui a un centro de reinserción social, sino que tomé un taxi hasta el único lugar al que necesitaba ir: la tumba de mi hijo. Esperaba encontrarla descuidada, como testimonio de mi ausencia; pero estaba impecable. Había flores frescas y un pequeño ángel de piedra pulida en la lápida.

Mientras estaba ahí de pie, se detuvo un auto familiar. Un sedán negro. David se bajó. Parecía más viejo, más poderoso. Por supuesto, ahora era el alcalde.

No estaba solo. Karyn salió por el lado del copiloto y lo tomó del brazo de manera posesiva. Desde el asiento trasero, una niñera ayudó a un pequeño de unos tres años. Tenía el cabello oscuro de mi exmarido y los rasgos marcados de la susodicha.

Caminaron juntos hacia la tumba como una familia perfecta.

El niño corrió y abrazó la pierna de David. "Papi, ¿ya podemos ir por un helado?", le preguntó.

Karyn le acarició el cabello. "En un minuto, cariño. Tenemos que saludar a tu hermano", le respondió.

Mi mente se quedó vacía y el mundo se desvaneció en un ensordecedor ruido blanco.

"Hermano". "Papi".

Retrocedí tambaleándome y me escondí detrás de un gran roble, con la mano sobre la boca para ahogar un grito. Los miré a los tres. David colocó un nuevo ramo de flores sobre la tumba, y su mano rozó brevemente la de esa mujer. Parecían una familia más rindiendo sus respetos. Una familia construida sobre las cenizas de la mía.

La fría realidad me impactó con la fuerza de un golpe físico. No se trataba solo de su carrera, no solo me había incriminado para salvar su campaña, sino que me había reemplazado, así como a nuestro hijo.

Mi corazón parecía una herida abierta y vacía. El gélido viento aullaba a través de él. Mi cuerpo temblaba violentamente y me mordí el labio con tanta fuerza que sentí el sabor de la sangre, solo para evitar gritar. Él los había elegido. Todo este tiempo había estado con ella.

Mi mente volvió al pasado. Había una foto en la repisa de la chimenea, los tres, sonrientes, frente a la casa que habíamos comprado juntos, la que se suponía que íbamos a llenar con más hijos, con risas, con recuerdos para toda la vida.

Los dos veníamos de la nada. Nos conocimos en la facultad de derecho, éramos dos jóvenes hambrientos del lado equivocado de la vida, luchando por salir adelante. Recordaba las cicatrices en su espalda causadas por el cinturón de su padre, un pasado tan brutal que rara vez hablaba de este. Fui yo quien lo abrazó durante sus pesadillas. Fui yo quien, como joven pasante, filtró las pruebas que llevaron a su abusivo progenitor a la cárcel, arriesgando todo mi futuro por él.

David me había tomado la cara con las manos aquella noche, con un corte en la mejilla que le había hecho su padre al lanzarle una botella para intentar detenerme.

"Nunca dejaré que nadie te haga daño, Eva", había jurado, con la voz cargada de emoción. "A cualquiera que lo intente, lo encerraré en la cárcel de por vida".

Lo habíamos conseguido. Él se convirtió en el fiscal más joven de la historia de la ciudad, y yo en una periodista estrella. Nos casamos, tuvimos a Leo, nos mudamos a una casa preciosa. Lo teníamos todo.

Lo recordé de pie en el cuarto de nuestro pequeño, cargándolo con lágrimas en los ojos.

"Todo lo que tengo", me susurró, "es gracias a ti. Conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado".

Todo había sido una mentira. Desde mi vida perfecta hasta mi esposo perfecto. Mi hermoso hijo. Y todo se había ido, estaba destruido.

Desde el otro lado del cementerio, oí la voz de Karyn, aguda y burlona: "David, cariño, supe que tu ex salió hoy de la cárcel". Estaba mirando directamente hacia mi escondite. "¿Crees que está bien? ¿Estás preocupado por ella?".

Contuve la respiración, concentrándome por completo en su respuesta. El último y frágil hilo de esperanza al que ni siquiera sabía que me aferraba, esperando a que se rompiera.

Él ni siquiera miró hacia donde me hallaba. Se acomodó la corbata mientras le respondía con voz fría y distante: "¿Preocupado? ¿Por qué lo estaría? Ahora ella no significa nada para mí".

El hilo se rompió. Me enterré las uñas en las palmas, rompiéndome la piel, la sangre comenzó a gotear sobre las hojas secas a mis pies.

Volvieron a su auto, luciendo como una familia feliz, y se fueron, dejándome sola con los fantasmas de lo que fuimos.

Me quedé ahí temblando, hasta que el sol comenzó a ponerse. Después, saqué mi celular desechable, el que había mantenido oculto durante tres años, y marqué el único número que me quedaba. El de Cheri.

Su voz sonaba vacilante cuando respondió: "¿Eva?".

"Necesito tu ayuda", le dije. Mi voz estaba destrozada.

Hubo un momento de silencio. Luego, una oleada de remordimiento: "Eva, lo siento mucho. Haré lo que sea. Cualquier cosa. Te ayudaré. Lo atraparemos. Los atraparemos a todos".

Las lágrimas que no había podido derramar finalmente cayeron, calientes y silenciosas. No tenía adónde ir. El apartamento que había compartido con Cheri me resultaba extraño, así que fui al único lugar que todavía sentía como mío: la casa, nuestro hogar.

La llave seguía debajo del ladrillo suelto junto a la puerta. Entré. El aire olía a viejo, pero todo estaba tal y como lo había dejado: mis libros se encontraban en los estantes y mi taza favorita junto al fregadero. Excepto por una cosa. La foto familiar de la repisa de la chimenea había desaparecido.

Una tabla del suelo crujió detrás de mí. Me giré. David estaba en la puerta, su silueta bloqueaba la luz que se desvanecía. Sus ojos eran oscuros, pozos ilegibles.

Nos quedamos en silencio, el espacio entre nosotros estaba cargado con tres años de dolor y traición. Él me miró, en su rostro se reflejaba una mezcla de emociones que no pude descifrar.

Dio un paso adelante, y me habló con voz suave, casi normal: "Volviste". Me tendió una botella de agua. "Debes de tener sed".

No la tomé.

"Prefiero el agua sin ingredientes especiales", dije, con voz gélida.

Suspiró, dejándola a un lado. Fue a la cocina y regresó con una taza de té humeante. El vapor calentó el aire entre nosotros.

"Toma. Tienes frío".

Esta vez la acepté. Mis dedos se cerraron alrededor de la cerámica familiar, desesperados por el calor. La taza, que era un regalo suyo en nuestro primer aniversario, se sentía pesada en mis manos. Entonces se me resbaló. Se rompió contra el piso de madera y el té caliente salpicó mis zapatos desgastados.

El sonido rompió el hechizo. Lo miré, con el cuerpo temblando de una rabia que por fin encontraba su voz.

"Ese convertible rojo", comencé, con un tono tembloroso pero claro. "Cuéntame sobre el convertible rojo, David".

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