La lluvia golpeaba los ventanales de la enorme mansión Halsten como pequeños alfileres de hielo. El invierno había llegado temprano ese año, como si incluso el clima quisiera anunciar el final de algo importante.
Catalina Rivas estaba de pie junto a la chimenea encendida, observando las llamas danzar mientras sentía el calor rozar su rostro. A sus espaldas, los pasos firmes de Leonard Halsten rompieron el silencio de la sala. Ella no se giró. Ya no esperaba nada de él.
-Has llamado a mi oficina -dijo Leonard con voz grave y distante, desabrochándose el abrigo negro antes de dejarlo caer sobre uno de los sillones de cuero.
Catalina cerró los ojos un instante, respirando hondo. Cada encuentro entre ellos en los últimos meses había sido igual: formal, frío, carente de cualquier rastro de los votos que alguna vez pronunciaron.
-Necesitamos hablar -respondió ella con voz serena, controlada.
Leonard caminó hasta el minibar y sirvió whisky en un vaso de cristal. Movía los dedos con elegancia, como quien domina cada detalle de su vida. Catalina lo observó de reojo; incluso en su indiferencia, él seguía siendo imponente. Traje a medida, cabello oscuro perfectamente peinado, mandíbula fuerte, y esos ojos grises que en el pasado supieron desarmarla... y que ahora la atravesaban sin verla.
-Siempre necesitamos hablar, Catalina. Pero tú y yo sabemos que ya no queda mucho de qué hablar -bebió un sorbo, luego giró para mirarla directamente-. Si es otro intento de reconciliación, ahorrémonos el discurso.
Las palabras cayeron como cuchillas. Catalina apretó los puños junto al cuerpo. No era la primera vez que él la reducía a una simple molestia. Cinco años de matrimonio, y jamás se permitió conocerla realmente.
-No vengo a pedir reconciliación -le sostuvo la mirada con firmeza-. Vengo a darte lo que has estado esperando.
Leonard alzó una ceja, ligeramente interesado. Caminó hacia el escritorio de roble y se sentó, dejando el vaso sobre el posavasos de cuero. Sus ojos, fríos, evaluaban cada movimiento de ella.
-¿Y qué es lo que, según tú, he estado esperando?
Catalina abrió su bolso de mano y sacó un sobre manila, que colocó sobre el escritorio. Leonard lo tomó con rapidez, lo abrió y revisó los papeles.
El silencio se extendió unos segundos.
-¿El divorcio? -preguntó sin emoción.
-El divorcio -confirmó Catalina, firme-. Firmado. He renunciado a cualquier reclamo económico. No quiero tu dinero, Leonard. Nunca lo quise.
Leonard dejó los papeles a un lado, con un gesto apenas perceptible de sorpresa. No era lo que esperaba. Quizá había pensado que ella intentaría obtener una compensación, o prolongar el proceso para fastidiarlo. Pero no. Catalina se lo estaba poniendo demasiado fácil.
-Al fin -murmuró, bebiendo otro trago de whisky-. Me sorprende, debo admitirlo. Por un momento pensé que seguirías aferrándote a esta farsa.
Catalina sintió el nudo en la garganta, pero lo tragó con orgullo. No le daría el placer de verla derrumbarse.
-Nunca me aferré a ti, Leonard. Me aferré a la esperanza de que, algún día, serías el hombre que prometiste ser.
-Las promesas son palabras, Catalina. Negocios. Como todo lo demás.
Ella lo miró en silencio, con una mezcla de tristeza y dignidad.
-Espero que encuentres lo que buscas -dijo finalmente.
-Ya lo tengo -respondió él con frialdad, levantándose-. Libertad.
Catalina asintió. Ya no había más que decir. Tomó su bolso, giró sobre sus tacones y caminó hacia la puerta. Pero antes de salir, se detuvo por última vez.
-Algún día, Leonard Halsten... desearás aquello que desprecias hoy -susurró sin mirarlo, y salió.
Leonard quedó de pie, solo en aquella sala lujosa, mirando la puerta cerrarse lentamente. El eco de sus palabras quedó suspendido en el aire como una amenaza vaga, pero no pudo evitar sentir un leve escalofrío.
Él creyó que todo había terminado.
Pero apenas estaba comenzando.