Durante cuarenta años, estuve al lado de Carlos Elizondo, ayudándolo a construir su legado, desde que era un simple diputado local hasta convertirlo en un hombre cuyo nombre resonaba con respeto. Yo era Helena Cortés, la esposa elegante e inteligente, la compañera perfecta.
Luego, una tarde, lo vi en una cafetería barata del centro, compartiendo un licuado verde fosforescente con una jovencita, Kandy Muñoz. Su rostro estaba iluminado con una alegría que no le había visto en veinte años. No era una simple aventura; era un abandono emocional en toda regla.
Era un hombre de setenta años, obsesionado con tener un heredero, y supe que buscaba una nueva vida en ella. No hice una escena. Me di la vuelta y me alejé, el taconeo firme de mis zapatos no delataba en absoluto el caos que se desataba dentro de mí. Él creía que yo era una frágil profesora de historia del arte a la que podía desechar con una liquidación miserable. Estaba muy equivocado.
Esa noche, le preparé su cena favorita. Cuando llegó tarde a casa, la comida estaba fría. Quería hablar, dar el golpe de gracia. Saqué una carpeta de mi escritorio y lo miré directamente a los ojos.
-Tengo cáncer, Carlos. De páncreas. Seis meses, quizá menos.
Su rostro perdió todo el color. No era amor ni preocupación; era la destrucción repentina de su plan. Nadie se divorcia de una esposa moribunda. Estaba atrapado. El peso de su imagen pública, de su reputación cuidadosamente construida, era una jaula que él mismo se había fabricado.
Se retiró a su estudio, y el chasquido de la cerradura resonó en la habitación silenciosa. A la mañana siguiente, mi sobrino Javier me llamó.
-La corrió, tía Helena. Estaba llorando a mares en la banqueta.
Capítulo 1
Durante cuarenta años, estuve al lado de Carlos Elizondo. Ayudé a construir su legado, transformándolo de un simple diputado local a un hombre cuyo nombre resonaba con respeto en los pasillos del poder. Se retiró con una pensión generosa y un asiento en el consejo de tres corporaciones importantes. Su legado era un monumento que habíamos construido juntos, y yo consideraba su gloria como mía.
Yo era Helena Cortés: la esposa elegante, la anfitriona brillante, la compañera perfecta que suavizaba su arrogancia con una sonrisa bien colocada. Yo era la arquitecta de su éxito social.
Entonces, una tarde, el monumento se resquebrajó. Se suponía que estaba en un almuerzo del consejo. En lugar de eso, lo vi en una cafetería barata del centro, con el rostro iluminado por una alegría juvenil que no le había visto en veinte años. Compartía un solo licuado verde fosforescente con una jovencita, dos popotes hundidos en su centro sintético. La escena era tan mundana, tan suburbana, que hizo que la traición se sintiera aún más aguda.
En ese instante, lo supe. No era una simple aventura. Era un abandono emocional en toda regla.
Era un hombre de setenta años, obsesionado con el hecho de que no tuviéramos hijos, desesperado por un heredero que llevara el apellido Elizondo. Lo vi con una certeza que me heló los huesos: buscaba una nueva vida en ella. Su nombre, me lo había mencionado una vez, era Kandy Muñoz. Su instructora de yoga. "Un soplo de aire fresco", la había llamado. Esas palabras ahora se sentían como ácido.
No hice una escena. Me di la vuelta y me alejé antes de que pudieran verme, mis tacones resonando en el pavimento con un ritmo constante que no delataba en absoluto el caos que se arremolinaba dentro de mí.
Él creía que yo era una frágil profesora de historia del arte a la que podía desechar con una liquidación miserable y una palmadita condescendiente en la cabeza. Estaba muy equivocado.
Mi hermana mayor, Débora, había muerto por complicaciones en el parto, desesperada por retener a su poderoso y mujeriego esposo. Sus últimas palabras se convirtieron en mi religión.
-Los hombres así te dejarán sin nada -susurró-. Siempre guarda un expediente, Helena. Para tu propia protección.
Y lo había hecho. Durante veinte años, había guardado un expediente.
Esa noche, preparé su cena favorita: pollo rostizado con romero y limón. La casa olía a hogar, a estabilidad, a todo lo que él estaba a punto de tirar por la borda.
Llegó tarde, su impaciencia era una máscara tensa en su rostro. Estaba listo para dar el golpe de gracia.
-Helena, tenemos que hablar.
Su voz era dura, despojada de toda calidez.
No respondí. Me levanté de mi silla y caminé hacia mi escritorio, con movimientos tranquilos y deliberados. Saqué una sola carpeta del cajón y la coloqué sobre la mesa del comedor, entre nosotros.
La miró, confundido. Entonces lo miré directamente a los ojos.
-Tengo cáncer, Carlos -dije, con voz firme-. De páncreas. Los médicos dicen que seis meses, quizá menos.
El color se desvaneció de su rostro. Retrocedió tropezando, llevándose una mano al pecho como si le hubieran disparado. Conocía esa mirada. No era amor ni preocupación. Era la destrucción repentina y brutal de su pequeño y ordenado plan. Nadie se divorcia de una esposa moribunda. Sería una mancha en su preciado legado. Estaba atrapado en la jaula de la imagen pública que con tanto esmero había construido.
-Yo... necesito un minuto -tartamudeó, evitando mi mirada.
Se retiró a su estudio, y el chasquido de la cerradura resonó en la casa silenciosa.
A la mañana siguiente, mi sobrino Javier me llamó. Era mi espía.
-La corrió, tía Helena -dijo Javier-. Estaba llorando a mares en la banqueta. Y llamó al agente inmobiliario, quitó de la venta la casa de campo de Valle de Bravo.
Había ganado la primera batalla.