El olor a madera quemada y desesperación llenaba el aire, pegándose a mi piel como miedo.
Mi prima Yolanda gritaba desde el tablao en llamas, y Máximo Castillo, el torero que me despreciaba, intentaba liberarse de mi agarre.
En otra vida, lo retuve, mi muñeca se rompió, mi carrera de castañuelas terminó, y Yolanda murió.
Él me culpó, me obligó a casarme y, en la Feria de Abril, me ahogó en vino tinto mientras sus ojos fríos me veían expirar.
Ese recuerdo de la asfixia, del peso de su odio, me devolvió al presente.
Todo era idéntico: el humo, el calor, sus mismas desesperadas palabras.