El sol de México brillaba sobre mi último acuerdo millonario, un triunfo para "Vinos de Ultramar S.A.", el imperio secreto que nadie en España conocía.
Saboreaba mi vino, un "Bodegas del Sol", el mismo que producía mi otra empresa en La Rioja, pensando en mi hija Sofía.
Llevaba meses lejos, construyendo este legado, y planeaba regresar para la vendimia.
Pero justo cuando revisaba fotos en redes sociales, una invitación digital con flores doradas me detuvo el corazón.
"Nos complace invitarles a la boda de Sofía de la Torre y Ricardo Vargas".
¿Ricardo Vargas? ¿Ese empresario cincuentón, casi en quiebra y con fama dudosa?
La copa se me resbaló, el vino tinto esparciéndose como sangre en el mármol.
Un frío infernal me recorrió.
Mi hija, mi única Sofía, ¿casándose con un buitre?
Volé a Logroño, solo para encontrar el caserón en silencio, invadido por mis tres "protegidos" -Mateo, Javier, Adrián-, los huérfanos que crié como hijos.
Pero no estaban solos; Lucía, la hija de mi capataz, se reía en mi sillón, mientras ellos la adoraban.
"¿Qué haces aquí? Creíamos que estabas en México", me espetó Mateo, un tono de fastidio en su voz.
Pregunté por Sofía, y ellos se encogieron de hombros, "Ella tiene gustos extraños. Ricardo Vargas es un buen partido... para la bodega".
Luego la vi entrar: Sofía, mi dulce Sofía, pálida, con los hombros encorvados y un horrible sarpullido rojo en la piel.
"¡Es la hierba mora!", grité, al reconocer esa alergia que la atormentaba desde niña.
Pero ellos se rieron, "¡Solo quiere llamar la atención! ¡Está fingiendo para arruinar el compromiso!".
Me di cuenta: la estaban maltratando, drogando, forzándola a casarse con él para quedarse con mi bodega.
La traición era tan descarada, tan cruel, que me dejó sin aliento.
¿Cómo podían estos a quienes crié y amé convertirse en los verdugos de mi propia hija?
No entendía cómo mis supuestos hijos me hablaban de herederos con la hija de mi empleado, mientras mi propia sangre era entregada a un depredador.
Me tomaron por muerta, por débil, por una mujer del pasado.
Pero lo que presencié en mi propia casa, el estado de mi hija, la malicia en sus ojos...
Me prometí que la protegería con todo lo que tenía.
Y lo que tenía, era mucho más de lo que jamás imaginaron.
Tomé mi teléfono, con una calma que los descolocó por completo.
"¿Estáis seguros de que ya no tengo poder aquí?".
"Mamá", susurró Sofía aferrada a mi brazo, sus ojos anegados en terror.
Sentí la chispa de esperanza en su mirada.
Y supe lo que tenía que hacer.
Mi venganza apenas comenzaba.