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En NCA, la consultora que maneja los secretos más delicados y mueve los hilos del poder, las relaciones personales entre empleados están terminantemente prohibidas. La regla es clara: el trabajo es lo primero, y cualquier vínculo que ponga en riesgo la operación debe ser erradicado. Lucía Vega y Bruno Ortega viven atrapados en ese mundo frío y calculador, donde cada movimiento es vigilado y la lealtad no se cuestiona, sino que se exige. Expertos en sus áreas, son piezas fundamentales del sistema... pero fuera de la corporación, no tienen nada ni a nadie. Están completamente solos. Cuando la atracción que sienten comienza a derribar sus muros, se enfrentan a una decisión que puede cambiarlo todo: seguir las reglas y vivir en el vacío, o arriesgarlo todo por un amor que podría ser su salvación... o su perdición.

Capítulo 1 Primer día de trabajo

El ascensor subía sin emitir un solo sonido. Las paredes de acero pulido reflejaban la imagen de Lucía con una precisión casi insultante: el cabello recogido sin esmero, el traje gris que le habían dicho que era "neutral", y esa expresión que intentaba ser firme, pero en realidad estaba cargada de algo más cercano al vértigo.

Cuando las puertas se abrieron en el piso 47, la recibió un pasillo en silencio absoluto. No había señalética, ni ventanas, ni distracciones. Solo alfombra beige, paredes opacas y un aire acondicionado que no permitía distinguir el paso del tiempo. En ese ambiente limpio hasta lo artificial, hasta los latidos de su corazón le parecieron un error de sistema.

NCA, la empresa que había reclutado a Lucía tres semanas antes, no aparecía en buscadores. No tenía redes sociales ni logotipos. Era una corporación que operaba desde las sombras, ofreciendo "gestión de reputación" a altos niveles. Traducido: limpiaban desastres, borraban rastros, protegían a quienes podían pagar por la verdad más conveniente.

Lucía caminó con paso contenido hasta llegar a una puerta sin nombre. Tocó una sola vez. Una voz masculina, seca, autorizó su entrada.

El despacho estaba semioculto por vidrios esmerilados. Allí, un hombre de rostro pálido y ojeras antiguas le extendió una tablet sin mirarla.

-Contrato de confidencialidad. Nivel cero. Desde ahora, usted no recuerda nada de lo que fue antes.

Ella firmó.

No había vuelta atrás.

Lucía Vega era una psicóloga organizacional brillante y fría, entrenada para ser la mejor en su campo. Su vida giraba exclusivamente alrededor del trabajo; no tenía lazos fuera de la corporación ni una vida personal definida. Su pasado estaba marcado por el sacrificio y la disciplina, sin espacio para errores ni afectos. Aunque pareciera impenetrable, cargaba una soledad profunda que se manifestaba en momentos de vulnerabilidad.

La inducción duró menos de diez minutos. Le dieron un pase biométrico, un código, y una consigna: "Nunca hables de ti. Aquí nadie es persona, todos somos función."

Su oficina estaba al final del ala este, un cubículo sin ventanas frente a una pared de pantallas. A su alrededor, los demás empleados tecleaban sin levantar la vista. No había murmuraciones ni pausas para el café. Solo eficiencia. Lucía observó a quienes la rodeaban: hombres y mujeres de expresión neutra, vestidos con tonos apagados. Ninguno levantaba la vista de la pantalla, como si la vida estuviera contenida exclusivamente dentro del monitor.

En el monitor principal apareció su primera tarea:

Revisión de contenidos: caso G41-R. Cliente: confidencial. Objetivo: eliminar trazas emocionales de los registros.

¿Eliminar emociones? pensó. Pero no preguntó.

Pasaron horas. Documentos, videos, audios. Historias distorsionadas. El trabajo consistía en pulir la versión oficial de la realidad, hacerla digerible, justificable, "normal". Había que borrar la huella del daño, diluir la culpa. El proceso era metódico: analizar las grabaciones, detectar palabras o gestos demasiado humanos, cortarlos, editarlos, reemplazarlos por expresiones controladas. Preciso. Frío. Sin anestesia.

Al mediodía, nadie se movió. Lucía salió al pasillo en busca de un baño y notó que todas las puertas estaban cerradas. Encontró una señal discreta al fondo. Cuando regresaba, vio por primera vez al hombre del piso de cumplimiento interno: alto, de traje oscuro, caminaba con una carpeta bajo el brazo y una mirada que pesaba. Sus ojos cruzaron los de ella por menos de un segundo, pero bastó para que sintiera que había sido escaneada. Era una mirada cargada de juicio, pero también de algo que Lucía no supo identificar de inmediato.

Bruno Ortega. Abogado interno. Ejecutor dentro de NCA. Su trabajo consistía en manejar las crisis y los secretos más delicados. No tenía un "afuera", ni familia ni amigos que importaran; su vida se reducía al trabajo y la supervivencia dentro de un sistema que conocía demasiado bien. Cínico, controlado. Sus gestos eran precisos, medidos. Todo en él parecía entrenado para no fallar.

Que estuviera allí ese día no era casual. Bruno lideraba auditorías internas sorpresa. Su sola presencia bastaba para que los empleados se mantuvieran rectos, casi sin parpadear. Detrás de su semblante neutro, habitaba un cansancio profundo. Estaba atrapado en la maquinaria que alimentaba.

Al volver a su puesto, una notificación nueva aparecía:

"No abandone su estación sin autorización expresa. Primera advertencia."

La tarde pasó sin sobresaltos. Nadie habló. Nadie respiraba más de lo necesario. Lucía sintió que el tiempo dentro del edificio se deslizaba como un líquido espeso, sin forma, sin ritmo. La falta de referencias la desorientaba. Incluso el paso de las horas se volvía borroso. A veces pensaba que acababa de llegar; otras, que llevaba semanas allí dentro.

Al finalizar el turno, la pantalla se apagó por sí sola. Lucía se levantó y siguió a otros dos empleados que caminaban en silencio hacia los ascensores. El mismo ascensor que la había traído aquella mañana la llevó de regreso al nivel térreo. El silencio era tan espeso como el que había sentido al subir, pero ahora pesaba distinto, como si llevara encima una capa invisible que no podía quitarse.

Esa noche, en el apartamento que alquiló semanas atrás, revisó sus cosas. No había fotos. No había recuerdos. Había dejado todo atrás con la promesa de empezar de nuevo. Pero esto... esto no era un nuevo comienzo. Era un borrado sistemático. Había una pulcritud cruel en todo lo que la rodeaba. Cada objeto había sido colocado con intención, pero sin alma. Como una escenografía para alguien que finge vivir.

Encendió la ducha y se quedó allí largo rato, esperando que el agua se llevara algo que aún no podía nombrar. Una sospecha, una sensación. Como si al firmar ese contrato, hubiera entregado algo mucho más que privacidad. La imagen de Bruno le regresó de pronto: esa mirada intensa, casi inquisitiva. Había algo en él que no encajaba con el resto.

Antes de dormir, abrió su cuaderno. Lo único que conservaba de la vida anterior. Escribió una sola línea:

"Hoy entré a un lugar donde todo se siente real y muerto al mismo tiempo."

Apagó la luz. No soñó.

Y al día siguiente, el sistema volvía a comenzar.

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