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El asfalto helado fue mi primera cuna, y el eco de la indiferencia, mi canción de cuna. No recuerdo el lujo de una infancia protegida, solo el constante nudo en el estómago y el miedo pegado a la piel. Mis padres, fantasmas de un pasado borroso, se desvanecieron entre mis dedos como el humo. Después, solo quedaron las sombras. Demasiado pronto, la inocencia se me fue arrebatada, dejando una cicatriz que aún hoy, en los días más luminosos, arde como un estigma. Las calles me enseñaron a ser invisible, a mezclarme con el paisaje de la desesperación, a sobrevivir con migajas de esperanza y soledad. No había nadie que me buscara, nadie que me esperara. Mi adolescencia no fue un despertar a la vida, sino una confirmación de su brutalidad. Pero incluso en el abismo más profundo, donde la luz parecía no poder penetrar, una chispa minúscula se negó a extinguirse. Una certeza silenciosa, casi imperceptible, de que mi historia no podía terminar así. Esta es la historia de cómo, a pesar de todo, me negué a ser solo otra víctima del olvido. Es la historia de cómo encontré la fuerza para reconstruirme, ladrillo a ladrillo, y de cómo el dolor, lejos de destruirme, se convirtió en el cimiento inquebrantable de mi propia libertad.

Capítulo 1 La lluvia y la magia

Dicen que no se guardan recuerdos antes de los cuatro o cinco años. Que la mente los borra o los entierra en lo más hondo, como si quisiera protegernos de aquello que no supimos comprender. Pero yo sí recuerdo. Recuerdo desde los dos años, como si todo lo vivido entonces se hubiera tatuado en mí antes de que supiera ponerlo en palabras.

Recuerdo una casa que, en mi mente de niña, era inmensa. Tenía techos altos, o al menos eso creía. La recuerdo viva, ruidosa, llena de huecos por donde entraban la luz, el viento... y también la lluvia. Aquella madrugada, me desperté empapada. Temblaba. Mi llanto era suave, más por desconcierto que por miedo.

-¡Mamá... mamá! -lloré, sin saber si me había orinado o si el colchón sudaba lágrimas conmigo.

Mi madre vino enseguida. Siempre venía, aunque sus ojos se cerraran solos del cansancio, aunque el reloj le gritara que en unas horas debía estar en el trabajo. Se inclinó sobre la cuna, olió mi ropa mojada y frunció el ceño con una ternura rota.

-Es la lluvia -dijo, mientras me sacaba de allí-. Otra vez las goteras.

Me cambió la ropa por una seca y me llevó con ella. Su cama no era más que un colchón sobre el suelo, arrinconado en un espacio de la casa que olía a humedad vieja. Me colocó con cuidado a los pies, donde dormía mi hermanito, un bebé de apenas meses. El único que parecía ajeno al mundo.

Papá dormía del otro lado, roncando con ese sonido áspero que me hacía encogerme. Su aliento me molestaba; era fuerte, penetrante, y entonces no entendía por qué. Años más tarde lo supe: era el olor del alcohol. De su enojo acumulado. De su tristeza mal gestionada. Mi padre no hablaba mucho, pero su silencio siempre estaba lleno de rabia.

Yo no pude dormir. El frío atravesaba las mantas. Mi madre tampoco. La observé moverse en la penumbra, colocando trapos, baldes, ollas donde el techo lloraba. Era una coreografía solitaria, resignada. En algún momento puso agua a calentar en una jarrita. Y aunque no lloraba, sentí su pecho agitado, su respiración entrecortada. La escuché sin querer.

Quise hacer algo. Algo más que mirar. Así que me levanté y me empecé a vestir en puntitas de pie. Me preguntaba si eso la haría feliz. Si verme lista la aliviaría, como si yo ya no fuera una carga. Pronto nos llevaría a la casa de una mujer que nos cuidaba por cigarrillos. Así lo entendía yo: mamá le dejaba un paquete cada noche, y nos entregaba a cambio.

No recuerdo a mi padre trabajando, ni una sola vez. Solo lo recuerdo malhumorado, dormido, o ausente. Mamá, en cambio, era movimiento. Salía cuando el sol apenas se insinuaba y regresaba mucho después de que la luna se hartara del cielo.

Una noche, más larga que las demás, me vencía el sueño y el hambre. Mi hermanito dormía sobre una manta, ajeno a todo. Yo solo esperaba. Cuando al fin escuché los golpes en la puerta, sentí el alma regresando al cuerpo. Me lancé a ella con un abrazo que contenía todo: mi espera, mi angustia, mi amor desesperado.

-¡Mami! -dije, y ella me abrazó con la fuerza justa para no quebrarme.

Traía bolsas con frutas y galletas. Tenía la cara apagada, los ojos como velas al borde de extinguirse. Alzó a mi hermanito con un brazo y, con las manos ocupadas, me pidió que me sujetara a su pollera. Así caminamos, como lo hacíamos siempre: yo, arrastrada por la tela, ella, cargando más peso del que su cuerpo podía sostener.

Esa noche, las calles estaban más oscuras. Caminamos en silencio, hasta que no aguanté más y tiré de su falda. Se detuvo, giró y me miró como si el cansancio le doliera más que los pies.

-¿Qué pasa, mi amor?

Crucé mis brazos, con la seriedad que solo un niño puede fingir.

-Tengo hambre... y ya sé qué quiero ser de grande.

Me sonrió con ternura, como si por un segundo todo lo demás no existiera.

-¿Qué vas a ser?

-Un mago. Así haré aparecer comida... y también a vos, para que no te vayas más.

Ella no respondió. Solo me acarició la mano con su pulgar. Y seguimos. Ese tramo, de solo diez cuadras, fue el más largo de mi vida.

Al llegar, algo era distinto. La casa parecía vacía. Nuestros pocos muebles estaban afuera. Mi cuna junto a la calle. Mi madre se tensó, caminó más rápido. Acostó a mi hermanito sin siquiera hablar y me pidió que no me moviera. Salió corriendo hacia un grupo de personas, llorando como si algo dentro de ella se hubiera roto.

La vi arrodillarse, suplicar. Alguien le mostró unos papeles. Otra mujer apareció con dos bolsos. Le entregaron nuestras cosas. Y mientras tanto, yo la miraba desde la distancia, sin comprender del todo, pero sintiendo que algo muy grande nos estaba pasando.

Un hombre nos llevó en auto. Nadie hablaba. Mamá lloraba en silencio. Mi hermanito dormía. Yo tenía hambre.

El auto se detuvo frente a un teléfono público. Mamá bajó rápido y desde la ventanilla la vi llorar de nuevo. No lo soporté más.

-Tengo hambre -le dije al hombre sin pensarlo.

No respondió. Solo buscó algo y me entregó dos galletas saladas, sin mirarme. Dudé, recordando lo que mamá siempre decía. Pero el hambre es más fuerte que el miedo. Me comí una y guardé la otra para mi hermanito. No me sació, pero me hizo sentir viva. Era mejor tener algo en el estómago, aunque fuera un veneno, que seguir sintiéndome vacía.

Volvimos a arrancar. Mamá subió al auto con una sonrisa débil.

-Ya está -dijo-. Todo va a estar bien.

No recuerdo cuándo me dormí. Solo sé que desperté en una casa distinta. Había una mujer con una taza y un cigarro. Me asusté. Busqué a mi hermanito. Estaba ahí, en el suelo, comiendo una banana. Jugaba con unos juguetes que no eran nuestros.

La mujer me vio, se acercó y sonrió.

-Buenos días, cariño. Soy Antonia, amiga de tu mamá. Van a quedarse conmigo un tiempo. Me alegra tenerlos aquí. ¿Querés desayunar?

Asentí. Y cuando vi el vaso de leche con chocolate, y las rodajas de pan en el plato... rompí a llorar.

-¿No te gusta? -preguntó, preocupada.

Me sequé las lágrimas con mis manitas.

-Sí me gusta. Gracias.

Esas fueron mis primeras palabras en esa nueva casa.

Esa noche, después de cenar, nos lavó las manos, nos acostó en una cama que olía a limpio, y nos dejó con la televisión encendida. Mi hermanito balbuceaba "mamá" de vez en cuando, pero nunca lloraba. Yo, en cambio, lo observaba todo. Como quien no sabe si está soñando o despertando por fin.

Y aunque no entendía mucho de lo que estaba pasando, algo en mí se encendió. Una semilla. Un susurro que decía: Esto no es el final. Esto es apenas el comienzo.

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