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Capítulo 5 Capitulo 5

La mañana siguiente amaneció limpia, cruelmente radiante, con un cielo de un azul casi insultante para quienes estaban por librar una guerra de voluntades.

El viento, frío y cortante como un cuchillo afilado, barría las calles, haciendo que las banderas en los edificios cercanos ondearan con brusquedad.

Alan llegó temprano al edificio Cisneros, como siempre. Su chófer abrió la puerta y lo ayudó a descender con una eficiencia discreta, casi reverente. Vestía un traje oscuro impecable, su camisa blanca inmaculada como una declaración silenciosa de orden y autoridad. El cabello, peinado hacia atrás, relucía bajo la luz de la mañana, y su silla de ruedas, metálica y negra, brillaba como una extensión natural de su presencia imponente.

Por fuera, era todo control.

Por dentro, un nudo vibraba en su estómago con una ansiedad que detestaba reconocer.

La reunión con los inversionistas no era simplemente una cita más: era una declaración de poder, una prueba que no podía darse el lujo de perder. Y su asistente improvisada... su carta más arriesgada.

Cuando Maritza llegó, el ambiente de la oficina cambió como si alguien hubiera tensado una cuerda invisible.

El eco de sus tacones resonó contra el mármol del piso.

Vestía un traje sastre negro entallado que delineaba su figura sin pedir disculpas. La blusa de satén rojo, vibrante como una llamarada, parecía retar a quien se atreviera a sostenerle la mirada. Su cabello, recogido en un moño severo, resaltaba sus pómulos marcados, la curva desafiante de sus labios, y sus ojos... oh, sus ojos.

Dos relámpagos oscuros que no pedían permiso para mirar.

Alan, sentado junto a la recepción, la vio atravesar el pasillo como una fuerza de la naturaleza.

Un bufido escapó de su pecho, una mezcla entre diversión resignada y exasperación genuina.

Cuando ella llegó a su lado, bajó la voz, casi en un gruñido.

-¿Quieres llamar aún más la atención? -masculló, sin apartar la vista del frente.

Maritza sonrió apenas, una curva peligrosa en sus labios pintados de rojo.

Se inclinó hacia él, lo suficientemente cerca como para que su perfume, un aroma intenso de jazmín y madera, lo envolviera por un instante.

-¿No le gusta mi uniforme de buena conducta, jefe? -murmuró, con un deje de burla acariciante.

Alan parpadeó, desarmado por un instante.

Se obligó a recomponer su expresión, tensando la mandíbula.

-Solo haz tu trabajo -gruñó, sin demasiada convicción.

Ella soltó una risa suave, casi un susurro, mientras se enderezaba con una gracia provocadora.

La sala de juntas era un rectángulo de vidrio y acero, moderno y frío. El aire acondicionado silbaba en las esquinas, robando calor a la piel hasta hacerla tiritar. La mesa larga brillaba bajo las luces LED, reflejando los rostros de los inversionistas que ya ocupaban sus lugares: hombres y mujeres endurecidos, vestidos con trajes impecables, rostros inmutables, miradas calculadoras.

Cuando Alan y Maritza entraron, el murmullo de las conversaciones se apagó como una llama sofocada.

Todas las cabezas se giraron.

Algunos disimularon mal el ceño fruncido al ver al CEO en silla de ruedas. Otros, los más cínicos, los más viejos, no pudieron evitar clavar los ojos en la mujer que lo seguía, feroz y elegante, como una sombra carmesí.

Alan notó cada mirada, cada gesto sutil de escepticismo.

Pero en vez de incomodarlo, alimentó la chispa desafiante que ardía en su interior.

Con un gesto casi imperceptible, indicó a Maritza que se situara detrás de él.

Ella asintió, sin necesidad de palabras, y tomó su puesto como si la sala fuera suya también.

Alan golpeó levemente la mesa con los nudillos antes de hablar. Su voz, cuando surgió, fue un corte limpio en el aire helado.

-Estamos aquí para hablar de crecimiento real -anunció, su mirada barriendo la sala-. No de fantasías.

Las primeras diapositivas aparecieron en la pantalla detrás de él.

Maritza se movía alrededor como un espectro eficiente: entregando documentos con precisión quirúrgica, ajustando cables, tomando notas en un iPad que parecía una extensión de su mano. Cada movimiento era fluido, contenido, casi hipnótico.

El murmullo de hojas rozando, el leve tecleo de dispositivos, el zumbido lejano del aire acondicionado... todo se mezclaba en una sinfonía de tensión controlada.

Hasta que uno de los inversionistas -un hombre de cabello engominado, sonrisa sobradora y un reloj ostentosamente grande en la muñeca- se aclaró la garganta con teatralidad.

-Con todo respeto, señor Cisneros -dijo, ladeando la cabeza como un cuervo curioso-, su... situación actual, ¿no compromete la dirección de la empresa?

El silencio cayó como un hachazo.

Alan apoyó las manos sobre los apoyabrazos de su silla, su expresión endureciéndose.

Abrió la boca para responder.

Pero antes de que pudiera emitir una palabra, Maritza se adelantó un paso, sus tacones sonando como un latigazo en el suelo pulido.

-La única incapacidad evidente aquí -dijo, su voz cortante como vidrio roto- es la de algunos para reconocer el talento cuando lo tienen frente a sus narices.

Un murmullo recorrió la sala como una oleada eléctrica.

Las miradas saltaron de ella a Alan, de Alan a ella, como si buscaran pistas de una dinámica que aún no entendían.

Alan giró lentamente la cabeza hacia Maritza, sus ojos entornados en una mezcla de incredulidad, ira contenida... y algo peligrosamente parecido a admiración.

Maritza, lejos de amedrentarse, se encogió de hombros con fingida inocencia.

-¿No me pidió que me portara bien, jefe? -susurró en tono burlón, inclinándose apenas hacia él-. Estoy defendiendo al jefe. ¿Eso no es ser una buena empleada?

Alan cerró los ojos por un segundo, mordiéndose por dentro para no soltar la carcajada que amenazaba con estallar.

Cuando los abrió, una chispa intensa ardía en su mirada.

La reunión continuó, pero el clima había cambiado.

Ahora, cada palabra de Alan era escuchada con más atención. Cada gesto de Maritza, cada anotación, era observada con cautela.

El respeto, ganado a pulso, impregnaba el aire cargado de electricidad.

Cuando la última firma fue estampada, y los inversionistas comenzaron a abandonar la sala murmurando entre ellos, Alan dejó escapar una carcajada seca, liberadora.

-Te dije que no hicieras un escándalo -dijo, frotándose las sienes con una mano.

Maritza, cruzando los brazos, sonrió con una satisfacción descarada.

-No hice ningún escándalo. Solo salvé su trasero, jefe.

Alan la observó largamente, su expresión endurecida aflojándose apenas.

En sus ojos, el cansancio, el alivio, y algo más oscuro y tentador danzaban en un equilibrio precario.

-Eres un problema, Méndez -murmuró, su voz ronca.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado, un destello travieso en su sonrisa.

-¿Y no le encanta?

Alan no respondió.

Pero el leve tirón en la comisura de sus labios, una casi-sonrisa, una rendición no declarada. Fue todo lo que Maritza necesitaba para saber que, en esa guerra silenciosa, acababa de ganar otra pequeña batalla.

Aquella tarde, mientras el cielo se teñía de tonos violeta, naranja y rojo quemado, Alan permaneció solo en su despacho.

El silencio era denso, solo interrumpido por el lejano rumor del tráfico.

A través del vidrio enorme que daba a la ciudad, el horizonte parecía arder.

Alan movía distraídamente los dedos sobre el reposabrazos de su silla, dibujando círculos perezosos.

Su mente, sin permiso, regresaba una y otra vez a la figura desafiante de Maritza.

A su voz cortante, a sus ojos incendiarios, a la forma en que lo defendió sin pedirle permiso.

-Maritza Méndez... -murmuró, saboreando el nombre como si fuera un peligroso licor, uno que ardía al entrar, pero dejaba una embriaguez deliciosa en el pecho.

Era un problema.

Un problema que, contra toda lógica, no podía esperar a enfrentar de nuevo al día siguiente.

Y mientras el sol terminaba de morir sobre la ciudad, Alan sonrió para sí mismo, una sonrisa oscura, casi predadora.

Porque en esa guerra de voluntades...

Él también empezaba a disfrutar la batalla.

                         

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