Lucio no apareció hasta media mañana. Cuando salió del baño, se había afeitado y vestía un impecable traje gris. Sus ojos, aunque aún de un dorado pálido, habían perdido la intensidad febril de la noche anterior, volviéndose fríos y calculadores. El hombre de negocios había recuperado el control del animal.
-Desayuno en el estudio -ordenó, sin una palabra de disculpa o reconocimiento por el terror de la noche-. Y trae tu cerebro. Es la única parte de ti que me resulta útil.
El estudio de Lucio era una oda al poder silencioso. Madera oscura, cuero fino y, sobre el escritorio, una pila de documentos y tres portátiles de última generación. Mi lugar como esposa estaba en la mesa de noche, pero mi lugar como economista estaba aquí.
-Necesito una auditoría de todo -dije, sintiendo que al hablar de números, recuperaba mi fuerza-. Necesito acceso total a los libros del Consiglio y a las cuentas offshore. ¿Quieres que sea un ancla? Dame las cuerdas para que no nos hundamos.
Lucio me miró, y por un momento, vi una chispa de respeto. O quizás solo satisfacción por haber encontrado un peón más competente.
-Toda la información que mi padre te prometió está ahí -señaló el primer portátil-. El resto, el que mantiene mi poder en pie, tendrás que ganártelo. Empieza a trabajar.
Me sumergí de inmediato. Los números eran mi refugio. Eran predecibles. A diferencia del hombre sentado a mi lado, los balances de ingresos no aullaban.
Horas después, al buscar un bolígrafo en el profundo escritorio, mis dedos tocaron algo metálico. Saqué un pequeño objeto: un anillo de metal oscuro y pesado, apenas más grande que una moneda. Estaba abollado y tenía un diseño intrincado, pero su función era innegable. No era decorativo. Era el eslabón de una cadena, roto y deformado por una fuerza que desafiaba la física.
Lo dejé caer rápidamente. Comprendí que Lucio no usaba una habitación para el custos en el Ala Oeste. Usaba una para sí mismo. El Ala Oeste era el calabozo, y él, el Guardián de las Cadenas.
Por la tarde, mientras Lucio atendía una llamada urgente en italiano furioso, decidí ignorar sus advertencias sobre la Mansión y seguí el rastro obvio.
Salí del estudio y caminé lentamente hacia el Ala Oeste. No había puertas secretas, solo una pesada puerta doble de caoba, idéntica a las demás, pero sin cerradura. En su lugar, había un panel de seguridad con una llave de huella dactilar y retina. Imposible de forzar.
Pero no necesitaba entrar para aprender.
Caminé por el perímetro. Al doblar una esquina, llegué a un estrecho pasillo de servicio. Este pasillo no tenía mármol, sino un hormigón desgastado y oscuro. Y en el suelo, mis ojos se abrieron de terror.
Allí estaban, incrustados en el hormigón, varios soportes de anclaje de metal pesado, espaciados uniformemente. Eran el tipo de herrajes industriales utilizados para asegurar equipo pesado. Eran enormes.
Y en uno de los soportes, la evidencia final: una serie de marcas de dientes humanas -o al menos, de un ser con caninos muy desarrollados- grabadas en el metal, como si la desesperación de la noche anterior hubiera llevado a Lucio a morder la pared para desahogar su agonía.
Me congelé. Lucio no estaba reteniendo a otra persona en el Ala Oeste; se estaba reteniendo a sí mismo. Era un prisionero de su propia bestia.
Mientras me alejaba rápidamente, escuché el final de su llamada en el estudio.
-No me importa su dinero, Giovanni -su voz era dura-. Lo único que me importa es que mi Mate se quede donde la puse. Si Valeria escapa o es tocada, no habrá Luna Llena que me detenga. La cazaremos hasta el infierno.
Valeria no era solo un activo. Era un ancla. Y si me movía, la bestia se soltaría y, peor aún, me seguiría.