Tu Traición, Mi Nueva Vida
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Tu Traición, Mi Nueva Vida

Gavin
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Capítulo 1

Durante cuatro años fui la sombra en la mansión Vázquez, la esposa invisible que Marco ignoraba mientras se reía con Berenice.

Él firmó nuestra sentencia de divorcio sin siquiera leerla, creyendo que autorizaba un simple proyecto de caridad, tan ciego que no vio que me estaba liberando.

Justo cuando planeaba mi huida, descubrí que estaba embarazada.

Pero el destino fue cruel: en el hospital, mientras yo me desmayaba con una amenaza de aborto, Marco me soltó la mano.

Me dejó tirada en esa camilla fría para correr tras Berenice y su embarazo fingido, eligiendo una mentira antes que a su propia esposa.

Ni siquiera miró atrás.

En ese instante, el dolor se convirtió en hielo.

Entendí que Marco no merecía ser padre, ni merecía saber que su verdadero heredero crecía dentro de mí.

Apreté los papeles de divorcio contra mi pecho y subí a ese avión rumbo a España.

Cuando Marco descubra la verdad entre los escombros de su vida perfecta, yo ya estaré muy lejos.

Y mi hijo será solo mío.

Capítulo 1

Magalí Arteaga POV:

Mis manos temblaban, pero no por miedo. Era la adrenalina fría, el sabor metálico de la libertad. La pluma se sentía pesada, un arma cargada en mi mano. Ante mí, el documento que sellaba mi destino.

"Magalí, ¿por qué tardas tanto? Marco tiene una cata de mezcal con los Puertas", la voz de Berenice Puertas era un látigo, afilada y llena de desdén. Estaba sentada en el amplio sofá de cuero de la oficina de Marco, las piernas cruzadas. Su risa resonaba, mezclándose con la de Marco. No me miraban. Nunca lo hacían.

Cuatro años. Cuatro años de ser la sombra, la esposa silenciosa del heredero del imperio constructor más grande de México. Cuatro años de ser Magalí Arteaga, la arquitecta brillante que se convirtió en la esposa trofeo, la deuda moral pagada de los Vázquez.

Marco, mi esposo, apenas levantó la vista de su tableta. Una sonrisa despreocupada en su rostro, mientras Berenice se inclinaba, su mano rozando su brazo. La escena era tan familiar como el aire que respiraba en esta mansión fría y opulenta. Era el telón de fondo constante de mi vida.

"Solo necesito su firma, Marco", dije, mi voz un susurro que apenas se abría paso entre sus risas. No pedía, simplemente anunciaba. Mi corazón latía un ritmo sordo, anticipando el fin.

Marco finalmente me miró. Sus ojos, antes llenos de una chispa que creí que era para mí, ahora estaban vacíos. Su mirada se detuvo en mi cara por un segundo, como si me viera por primera vez en años. ¿O tal vez me reconocía por la urgencia inusual en mi voz?

"¿Qué es esto, Magalí? ¿Otro de tus proyectos benéficos? Sabes que los apoyo. Solo dime dónde firmar", dijo, con un tono condescendiente, ya extendiendo la mano hacia el documento sin siquiera leer el encabezado. Su atención ya había regresado a Berenice, quien le ofrecía una copa de mezcal aromático.

Una punzada de dolor, aguda y rápida, me atravesó. Pero no era el dolor de una herida nueva, sino el eco de miles de heridas viejas. Marco siempre fue así. Distraído, pragmático, siempre con la mirada puesta en el poder, en los negocios, en cualquier cosa menos en mí. ¿Y por qué habría de hacerlo? Yo era solo una parte de su obligación. La hija del chofer que salvó a su padre. La huérfana a la que "rescataron".

Extendí el folder hacia él. El papel crujió suavemente. Él lo tomó, garabateando su firma apresuradamente, sin una sola mirada al contenido. No sabía que estaba firmando su propia sentencia de divorcio. No sabía que estaba liberándome. No sabía que estaba dejando ir la única parte de su vida que no podía controlar con dinero o poder.

Berenice se rió. "Magalí siempre tan dramática con sus causas. ¿Es otro pozo de agua para algún pueblo olvidado, querida?" Su voz destilaba una dulzura falsa, una burla apenas velada. Ella me odiaba. Odiaba que fuera la esposa de Marco, sin importar lo invisible que fuera para él.

"Sí, Berenice. Un pozo de agua", respondí, mis ojos fijos en la firma fresca de Marco. 'Marco Vázquez'. Ese nombre, una vez mi ancla, ahora era el último eslabón de una cadena que estaba a punto de romper.

Recogí los papeles con una rapidez que delataba mi ansiedad. Podía notar su peso en mis manos. No eran un permiso. Eran el acta de mi libertad. El sonido de la copa de mezcal chocando contra la mesa de cristal fue el único testigo de mi escape silencioso.

Salí de la oficina y me dirigí al que había sido mi hogar durante cuatro años. La mansión, antes un símbolo de seguridad, ahora se sentía como una jaula dorada. El silencio era ensordecedor. Un silencio que siempre me había acompañado, incluso en las raras ocasiones en que Marco estaba en casa.

Un olor a vainilla y cedro, el perfume de Berenice, flotaba en el aire, mezclándose con el tabaco caro de Marco. Era el olor de su intimidad, una intimidad que yo nunca había compartido realmente. Sus risas volvieron a llegarme, distantes, indiferentes.

Entré a mi habitación, mi santuario. Mis dedos se aferraron al portafolio. Dentro, el certificado de divorcio, recién firmado por Marco. Lo había engañado. Le había dicho que era un permiso para iniciar la restauración de un antiguo convento en Chiapas, uno de mis proyectos soñados que él siempre había ignorado. Él, como siempre, había creído la versión más conveniente.

Recordé la noche en que me propuso matrimonio. No hubo amor, ni pasión, solo un solemne "Mi padre hubiera querido esto". Mi padre, el chofer de los Vázquez, murió en un intento de secuestro, protegiendo al patriarca. Yo, una adolescente huérfana, quedé a merced de la familia. Los Vázquez, en su infinita "bondad", me dieron un techo, una educación y, eventualmente, un esposo. Marco. Él lo veía como un deber, una deuda. Yo lo vi como una oportunidad. Una oportunidad de amar a un hombre que admiraba, un hombre poderoso y enigmático.

Pero nuestro matrimonio era una fachada. Una transacción fría. Yo, la esposa agradecida y sumisa, él, el esposo que cumplía con su obligación. Él nunca me vio. Nunca vio a la Magalí apasionada por la historia, la arquitectura, los detalles olvidados en las viejas piedras. Solo vio a la niña de la servidumbre a quien él había "elevado".

La llegada de Berenice lo cambió todo. Berenice, la hija del magnate del acero, su socia estratégica, su amiga de la infancia. Berenice, que siempre supo cómo provocarlo, cómo hacer que la mirara. Su presencia constante en nuestra casa, en nuestras vidas, fue el catalizador. Fue la gota que derramó el vaso de mi paciencia.

No era solo su presencia. Era la forma en que Marco cambiaba a su alrededor. Más risueño, más atento. La forma en que sus ojos la seguían, con una intensidad que nunca me había dedicado a mí. La noche en que los escuché hablar de una cata de mezcal, mientras yo estaba en la cocina planeando su cena de aniversario, fue el punto de no retorno.

Un escalofrío me recorrió. Había luchado. Había intentado. Había rogado en silencio por una mirada, una palabra, un toque de afecto. Pero Marco estaba ciego. Ciego a la mujer que tenía a su lado, ocupado con la mujer que lo retaba, que lo manipulaba.

Ya no más.

"Somos extraños, Marco," murmuré, mi voz rompiéndose. "Nada más que extraños."

Mis dedos se deslizaron sobre los papeles. La tinta de su firma aún estaba fresca. Era el final de un capítulo, y el comienzo de uno que yo escribiría sola. Con una resolución repentina, la tristeza se disipó, reemplazada por una punzada de esperanza, un latido feroz en mi pecho. Había renunciado a todo. Ahora tenía que recuperar mi vida.

Volví a mirar los papeles. El permiso para el convento de Chiapas. Era una mentira. Pero pronto, la verdad sería mi única guía. El verdadero permiso, el de mi propia vida, había sido firmado esta noche.

Marco no sabía lo que había hecho. Pero pronto lo descubriría. Y yo ya no estaría aquí para verlo.

            
            

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