Me senté en su regazo, estudiando con curiosidad sus genitales. Era tan extraño sentir bajo mi lengua la suavidad aterciopelada de esos sacos delicados. Sus testículos estaban bien afeitados, aunque aquí y allá asomaba algo de vello, que pinchaba levemente.
-Sí tengo experiencia, ya lo sabes. Tuve novio -dije, deslizando un dedo por la raya del escroto y haciendo rodar sus bolas en mi palma.
-Entonces, ¿vas a chupármelas o no? Perdiste la apuesta, y una deuda es una deuda.
-Lo haré -suspiré.
¿Por qué diablos acepté esto? La gran jugadora que soy. Sabía que podía perder.
Aunque, en realidad, había algo interesante en juego: el tío prometió prestarme su auto por un mes, y me vendría de maravilla para lucirme con mis amigas en la universidad.
-¡Pero no te voy a chupar la polla! -dije con firmeza, alzando la vista. Él solo sonrió. Llevaba tiempo pidiéndomelo, pero siempre me negué.
La verdad es que sé lo que es una mamada. Mi novio me ha insistido en que se la meta en la boca, pero solo de imaginar que alguien eyacularía en mi garganta, obligándome a tragar semen, me dan náuseas. Lo último que quiero es terminar con un trauma psicológico.
Agarre un testículo con los labios y, cerrando los ojos, lo succioné suavemente. Comencé a moverlo con la lengua, imaginando que era un caramelo. Lo importante es no distraerse y morderlo.
-¿Segura que no quieres probar un poquito? Al fin y al cabo, algún día tendrás que empezar... -insistió el tío.
Lo ignoré, concentrada en su bola. Resopló y dejó de insistir. Un minuto después, protestó porque no alternaba entre una y otra. Sin decir nada, obedecí.
Mientras chupaba, mi nariz y mejilla rozaban su pene, y me sorprendía lo ardiente que estaba. Era curioso, porque sus testículos seguían fríos, a pesar de mi boca.
-¿Al menos lo tocarás con la mano? -preguntó, ofendido.
Con cuidado, envolví su miembro con mi palma. Estaba resbaladizo por el precum, y solo de pensar en metérmelo a la boca, sentí incomodidad.
-Así, más firme -dijo, cubriendo mi mano con la suya y guiándola en el movimiento.
-¿Y me dejarás lamer tus tetas? -preguntó de nuevo.
Interrumpí mi tarea y lo miré con severidad.
-¿No pides demasiado por una sola partida? Jugaremos por eso la próxima vez.
-Qué complicada y aburrida eres -refunfuñó, mientras yo volvía a sus bolas.
-Tu madre a tu edad era mucho más complaciente -gimió, jadeando de excitación.
-¿Qué? -Lo miré, sorprendida. - Tío, ¿no me digas que hiciste esto con tu propia hermana?
-Quizá sí, quizá no. ¿No puedo fantasear? -se rio.
-¡Eres un idiota! De verdad pensé que tú y mamá...
-¿Y qué? ¿Crees que no es normal? -bromeó.
-¡Pues no! Entre familia no se hace... ¡Es incesto!
-Tú y yo tampoco somos extraños -se rio, apartándome un poco.
-Tío y sobrina es diferente -dije con convicción. - Hasta se casan, al menos en los libros. No es incesto, es casi incesto.
-Como digas. Pero no esperes que me case pronto; aún soy muy joven para eso.
-¿Treinta y cinco años es joven? -puse cara de asco. - ¡Eres un viejo! Deberías estar pensando en hijos.
-Prefiero vivir para mí. Además, ¿cómo jugaría contigo si me caso?
-Juega estas cosas con tu esposa -repliqué.
-Ni loco -respondió, ofendido. - Hasta que no me dejes chuparte las tetas y te tragues mi polla, ni sueñes con que me case.
Levanté la cabeza y, entrecerrando los ojos, miré su rostro:
-¿O sea que para que te cases conmigo, tengo que hacer todo esto? ¿Tomar tu pene en mi boca y dejar que lamas mis pechos?
-Y no solo eso -respondió él con severidad. - No te distraigas todavía. Chupa mis testículos, empecemos por lo más básico.
Continué jugando con su escroto, llevándome a la boca primero un testículo, luego el otro. La verdad, era una actividad aburrida, aunque sentía una ligera excitación dentro de mí. Tal vez, si fuera más atrevida, ya habría abierto las piernas y dejado que mi tío entrara en mí. Pero no era así, ni siquiera permitía que mi novio hiciera más que besarme en los labios. Claro que él se ponía nervioso y se molestaba, pero no importaba, que aguante. Debía estar lista para eso. Solo que aquí se trataba de una deuda de apuestas, y yo sabía pagar mis deudas.
Lo que más me inquietaba eran las palabras de mi tío sobre que él y mi mamá podrían haber tenido algo. Eran hermanos de sangre, y mi mente no podía procesar cómo podrían haber dormido juntos, o entregarse a esas obscenidades siendo parientes. ¿Realmente mi madre habría tomado estos mismos testículos en su boca? ¿Habría pasado su lengua por ellos? ¿Y luego habría metido en su boca el pene de mi tío, cubierto de venas palpables, goteando de lubricación? ¿Tan duro, tan caliente y tan peligroso? Mi corazón latía con fuerza solo de pensarlo.
-¿Quizás lo intentes de todos modos? -insistió mi tío, mientras yo, ofendida, me levantaba hasta quedar a su altura.
-Déjame en paz. ¡Me estás presionando! Estoy cansada de chuparte los huevos. La próxima vez, inventa algo más interesante.
Los ojos de mi tío se entristecieron. Siempre igual: lastimo a alguien y luego me culpo por decir tonterías. ¿Cuántas veces había herido así a mi novio, aunque él nunca me hizo nada malo? Bueno, sí, a veces me agarraba con fuerza, intentaba tocar mis pechos, pero por lo demás era un amor: besaba y abrazaba bien, me hacía cumplidos, me protegía de otros chicos.
A los dieciocho años, seguía siendo virgen. No porque me guardara para el matrimonio, sino porque simplemente no estaba lista. Quería magia, pero en mi vida solo habían ocurrido banalidades grises y aburridas. Sí, había visto un pene masculino, hoy había lamido y chupado testículos, pero ¿acaso eso era magia?
Quería algo especial, algo que ni la mitad de las mujeres en este planeta hubieran experimentado. Y no hablo de amor, sino pura y exclusivamente del llamado de la carne.
Hubo una vez que accidentalmente fui testigo de algo. Mi madre, una mujer lejos de ser puritana, había metido en nuestro departamento a otro de sus amantes. En mi memoria, hubo muchos, aunque con el último se había calmado por unos años. Pero hubo uno en particular, con un pene enorme, que parecía increíblemente grande, incluso comparado con la cabeza de mi madre.
Y una mañana, me levanté para lavarme la cara, desayunar y, como siempre, pero en lugar de mi rutina habitual, me convertí en testigo de cómo mi madre se lo metía en la boca.
Me quedé paralizada. Iba hacia el baño cuando, de camino, vi a mi madre de rodillas, introduciendo en su boca algo enorme que sobresalía entre las piernas de su último acompañante.
Era como un plátano gigante, y a mí siempre me habían gustado los plátanos, los comprábamos seguido en la tienda del primer piso de nuestro edificio. Después de eso, dejé de amar ese postre, pero mi madre, al parecer, los amó con pasión y para siempre. Y seguramente, cada vez que se los comía, recordaba aquello que sobresalía entre las piernas de cada hombre que pasaba por su vida.