"¿Por qué tan de repente?", preguntó Freya Briggs, con un tono más bajo de lo habitual.
Sin rodeos, él le respondió: "Ashley ha regresado".
Freya sabía exactamente quién era esa mujer. Después de una breve pausa, respondió: "Está bien".
Kristian dudó, sorprendido por su aceptación inmediata.
Ella abrió los papeles del divorcio, mientras dejaba que su mente viajara al pasado.
Se habían conocido hace dos años en un club nocturno. A ella la agobiaban las preocupaciones; él estaba con el corazón roto. Después de unos tragos, encontraron consuelo en la compañía del otro, y se quedaron conversando hasta altas horas de la noche.
Lo que siguió a continuación no fue una noche de pasión, sino una despedida tranquila.
Tres días después, él regresó a buscarla, acompañado por su asistente, y le propuso matrimonio. Ella aceptó.
Después de casarse, él la trató bien: atendía sus necesidades, le secaba el cabello con manos delicadas y resolvía sus problemas antes de que ella siquiera los mencionara.
Su relación había sido perfecta... Hasta seis meses atrás, cuando una simple llamada lo cambió todo.
De la noche a la mañana, él se distanció. Su calidez fue reemplazada por una indiferencia glacial.
Entonces ella supo la verdad: Kristian se había casado con ella porque se parecía levemente a su amor perdido, Ashley Bradley.
El recuerdo hizo que Freya apretara los labios antes de preguntar: "Dijiste que podía pedir una compensación, ¿verdad?".
"Sí", respondió Kristian, sin alterarse.
"¿Cualquier cosa que quiera?", insistió ella, alzando la mirada hacia él. Su rostro delicado ahora carecía de la luminosidad habitual.
Por un instante fugaz, algo parecido a la culpa surgió en el pecho del hombre, y afirmó: "Sí".
Ya había decidido concederle cualquier petición razonable.
Después de todo, ella siempre había sido buena con él.
Con voz firme, Freya demandó: "Entonces quiero el auto más caro de tu garaje".
"De acuerdo", aceptó Kristian.
"Una villa en las afueras", añadió.
"Considéralo hecho", respondió él.
La joven sonrió y agregó: "Y una parte del dinero que ganaste en los últimos dos años".
Por primera vez, la compostura de Kristian se quebró. Sus ojos se entrecerraron ligeramente, como si no creyera lo que acababa de escuchar. "¿Qué dijiste?".
Freya, impasible, repitió su demanda. "Las ganancias durante el matrimonio cuentan como propiedad conyugal, ¿no? Según mis cálculos, excluyendo inversiones, tu salario y dividendos de los últimos dos años suman varios millones. No quiero mucho, solo el cuarenta por ciento".
Un silencio pesado cayó entre ellos.
Luego, ella añadió de forma casual, como si hablara del clima: "Por supuesto, tú también puedes quedarte con el cuarenta por ciento de mis ingresos".
La paciencia de Kristian finalmente se agotó. "¡Freya!", exclamó con un dejo de incredulidad.
¿En serio se había sentido culpable antes? ¿Cómo no había notado su avaricia?
Ella sostuvo su mirada sin pestañear. "¿No puedes aceptarlo?".
Absolutamente no.
Kristian descartó la idea de inmediato.
"Entonces olvídalo", dijo la joven y dejó su bolígrafo sobre la mesa. "La próxima vez que vea a tu familia, mencionaré que me fuiste infiel... aunque haya sido emocionalmente. Estoy segura de que se pondrán de mi lado".
La expresión de Kristian se oscureció y su mirada se volvió gélida. No había anticipado esa faceta de ella, recién ahora se daba cuenta de que su docilidad había sido una farsa.
"¿De verdad quieres negociar conmigo de esta manera?", exigió saber.
"Sí", confirmó ella sin echarse atrás. Sabía que él odiaba las amenazas, pero ella odiaba más la traición.
"Muy bien". Los ojos de Kristian se tornaron tormentosos y, con frialdad, afirmó: "Tendrás lo que quieres. Pero si dificultas el divorcio, te arrepentirás".
Freya se recostó en su silla, y preguntó, con un tono afilado: "Kristian Shaw, ¿eso es una amenaza?".
Esa versión de ella le era desconocida. Durante esos dos años, había sido sumisa: gentil, complaciente, nunca desafiante. Sin embargo, ahora enfrentaba su ira con una calma inquebrantable.
"No". Ya calculando contramedidas, espetó: "Tendrás los bienes. Nos divorciaremos el lunes".
Freya bajó las pestañas un instante antes de añadir: "Una condición más".
"Dime". La paciencia del hombre estaba llegando al límite.
"Llévame de compras mañana", pidió, ignorando la frialdad que emanaba de él. "Luego, le diremos juntos a tu familia que yo le puse fin a lo nuestro".
"Trato hecho", concedió Kristian.
Dicho eso, se dirigió hacia la puerta, incapaz de soportar ni un segundo más su presencia.
Minutos antes, incluso había considerado darle un tiempo para que pudiera asimilar el asunto del divorcio.
Qué ridículo. Ella no podía esperar para repartir su fortuna y deshacerse de él.
Si Freya hubiera podido leer sus pensamientos, quizás se habría reído y dicho: "¿Ese poco dinero? ¿Crees que me importa?".
Al llegar a la puerta, Kristian se detuvo. Sin volverse, dijo: "No regresaré esta noche. Pasaré por ti a las nueve de la mañana. Haz una lista de las tiendas que quieras visitar".
Freya preguntó, calmada pero un poco cortante: "¿Vas a ir a ver a Ashley Bradley?".
El se puso tenso, pero respondió: "No es asunto tuyo".
Ella soltó un leve suspiro, como si ya esperara esa respuesta. "No tolero las infidelidades", declaró. "Así que, antes de que el divorcio se concrete, más te vale no terminar en la cama con ella".
Kristian se volvió bruscamente y se acercó a ella.
Sin parpadear, la joven lo increpó: "¿Qué? ¿Acaso no puedes aguantar dos días más?".
"Entiendo tu amargura", dijo él, con calma, "pero atacarme no te ayudará. Esto es un divorcio, no una guerra".
Freya lo miró fijamente. Por un momento, no supo qué decir. Ese hombre era realmente descarado.
Kristian no esperó una respuesta. "Buenas noches", dijo, se dio vuelta y se retiró.
La puerta se cerró tras él.
Freya bajó la mirada hacia los papeles del divorcio que aún estaban sobre la mesa. Permaneció allí, inmóvil, durante mucho tiempo.
Decir que no sentía nada sería mentira, después de todo, no era de piedra.
Desde que descubrió que solo había sido un reemplazo, el dolor se había arraigado en lo más profundo de su ser.
Kristian había sido su primer amor. En sus veinticuatro años de vida, nadie más había traspasado sus defensas. Antes de la traición, él había sido la perfección misma: atento, constante; capaz de acallar cada duda que sentía con su devoción.
Así que, cuando supo de Ashley, se ofreció a irse para liberarlo, pero él se negó.