El olor a guiso casero y a tortillas llenaba nuestra pequeña cocina, un aroma que solía amar, pero que ahora se sentía sofocante por una culpa que me carcomía.
Durante dos años, había vivido convencido de que era estéril, una noticia devastadora que me hacía sentir que le había fallado a Luciana, mi hermosa esposa.
Una noche, buscando su bolso, un pequeño frasco blanco rodó por el suelo: píldoras anticonceptivas.
El corazón se me detuvo, y un frío helado me recorrió cuando Luciana, al ver el frasco y el pánico en sus ojos, me confesó entre sollozos que el informe de esterilidad era falso, que ella era la infértil.
La perdoné esa misma noche, sintiéndome el peor hombre del mundo por haber dudado de ella; la culpa se había trocado en compasión, cegándome a la red de mentiras que apenas comenzaba a tejerse a mi alrededor.
Seis meses después, mi esposa Luciana, cuya distancia ya era un abismo, me anunció que se iba de viaje de trabajo; pero una cámara oculta que instalé, revelaría mucho más que un simple viaje de negocios.
En la pantalla, mi "mejor amigo" Iván entraba a nuestra habitación, sonriendo, y se metía en la cama con mi esposa, riendo y besándose.
El shock inicial se transformó en una helada claridad: el falso embarazo, el aborto "espontáneo", mis padres llegando al hotel para encontrarme con una mujer desconocida, el acuerdo de separación de bienes; todo había sido una orquestación diabólica.
¿Cómo había sido tan ciego? Me habían traicionado, humillado y despojado de todo, pero sentía que eso no era lo peor.
Mi dolor se convirtió en una fría sed de justicia, y esa noche, mi propósito se volvió letalmente claro: harían añicos la vida que tanto amaba, pero yo reconstruiría la mía sobre las ruinas de su traición.