La lluvia golpeaba con insistencia los cristales blindados del Range Rover. Lucas no la sentía, pero la escuchaba, un tamborileo constante que acompañaba el silencio tenso dentro del vehículo. El aire, frío y estéril como su propia existencia, vibraba con la anticipación de la orden que estaba a punto de recibir. Su traje oscuro, impecable como siempre, no delataba ni una arruga, ni el más mínimo atisbo de la fatiga que acumulaba en sus huesos. Llevaba años sumergido en este mundo, cada fibra de su ser dedicada a la "familia", a la obediencia ciega que garantizaba su supervivencia.
Era un fantasma, una sombra letal que se movía sin dejar rastro.
El coche se detuvo frente a una mansión de piedra oscura, envuelta en la penumbra de la noche. Lucas bajó, su mirada escaneando el perímetro con la familiar eficiencia de un depredador. La seguridad era la esperada: hombres armados en cada esquina, cámaras infrarrojas parpadeando como ojos rojos en la oscuridad. Nada fuera de lo común.
Dentro, la voz de Don Salvatore, grave y rasposa, resonó en la opulenta sala de estar. El Don, un hombre corpulento de mirada penetrante, lo observaba desde su sillón de cuero.
-Lucass -dijo, sin preámbulos-, tengo un trabajo para ti.
Lucass asintió, esperando. Su rostro era una máscara de neutralidad.
-Es delicado. Muy delicado.
El Don hizo una pausa, y Lucass percibió un matiz en su voz, algo inusual en el habitual tono autoritario.
-Se trata de una testigo. Va a declarar contra los Russo. Sabes lo que eso significa.
Lucass asintió de nuevo. Los Russo eran una facción rival, despiadados y sin escrúpulos. Atacar a su testigo era una declaración de guerra directa, un golpe bajo que buscaba desestabilizar la red de informantes.
-Tu misión es protegerla. A toda costa. Hasta que testifique.
La orden era clara. Un guardaespaldas, un escudo humano. Algo que Lucass había hecho miles de veces.
-¿Dónde está la testigo, Don? -preguntó con voz grave, apenas un murmullo.
El Don se reclinó, sus ojos fijos en Lucass. Un silencio pesado se instaló en la habitación, roto solo por el crepitar de la chimenea.
-Aquí está lo delicado, Lucass. La testigo es... Elena.
El nombre resonó en la mente de Lucass como un golpe sordo. Elena. Elena. El mundo pareció detenerse, y por un microsegundo, la fachada de hielo que lo protegía se agrietó. Elena. La Elena de hace años. La Elena de la risa fácil y los ojos que brillaban como esmeraldas. La Elena que había sido su faro, un breve destello de luz en la oscuridad antes de que se sumergiera por completo en este abismo.
Lucass mantuvo su compostura, aunque el corazón le golpeaba con una fuerza inusual contra las costillas.
-¿Elena? -preguntó, su voz apenas alterada.
El Don asintió lentamente.
-Sí. La conociste. Hace mucho.
Lucas no dijo nada. Su mente se había transportado a un pasado que había sepultado bajo capas de indiferencia y brutalidad. Recuerdos fugaces de una playa al atardecer, del roce de su mano, de la electricidad que había existido entre ellos. Había sido joven, diferente. Antes de que las manos se mancharan, antes de que el alma se endureciera.
-Ella no sabe que eres tú quien la protegerá -continuó el Don -Solo sabe que la familia le asignará protección. Necesitas discreción absoluta. Y, Lucass... -la voz del Don se volvió más severa -cero sentimentalismos. Cero. Ella es una pieza en el tablero. Nada más.
Lucass levantó la vista, sus ojos vacíos, su rostro inexpresivo.
-Entendido, Don.
-Bien. Está en un piso franco, en las afueras. Te enviaré la dirección. Mañana por la mañana irás a buscarla. Los federales la están moviendo, pero ella pidió protección adicional. Una de nuestras fuentes nos lo hizo saber. Confía más en nosotros que en ellos.
Lucass asintió. La ironía no se le escapó. Elena, confiando en la misma organización que lo había transformado en lo que era ahora.
-Haz lo que tengas que hacer, Lucass. Pero no falles. Y no dejes que el pasado te ciegue.
-No lo haré, Don -respondió Lucass, la voz un murmullo helado.
Salió de la mansión, el frío de la noche envolviéndolo. La lluvia seguía cayendo. Subió al coche, y el motor cobró vida, un ronroneo bajo y potente. Arrancó, dejando atrás la mansión, el peso del encargo oprimiéndole el pecho. Elena. Después de todos estos años. El pasado, que creía haber incinerado, resurgía ahora, una llama tenue pero persistente en la oscuridad. La chispa. ¿Estaría aún allí? No. No podía estarlo. Él ya no era el mismo. Ella tampoco.
El trayecto de regreso a su apartamento transcurrió en un silencio sepulcral, solo interrumpido por el sonido del limpiaparabrisas. Lucass se sentía como si hubiera abierto una caja de Pandora. La familiar sensación de control se desvanecía, reemplazada por una incomodidad persistente.
Al llegar, las luces de su apartamento lo recibieron con indiferencia. Se sirvió un vaso de whisky, el ámbar líquido reflejando la penumbra. Se sentó en el sofá, la copa entre sus manos, y miró por la ventana. La ciudad, un mosaico de luces parpadeantes, se extendía ante él. Lejos, pero no lo suficientemente lejos, para alejar los fantasmas.
Mañana. Mañana vería a Elena. La mujer que había sido su todo antes de que su mundo se fracturara. La mujer que ahora estaba en peligro, y cuya vida dependía de él. De él, el hombre que se había convertido en un arma sin alma.