Carlos estiró los brazos y se incorporó lentamente, observando la vista desde su ventana: la ciudad que nunca dormía, el ajetreo que no descansaba, y la misma sensación de insomnio que invadía su vida personal. Había construido su imperio a base de trabajo incansable, decisiones firmes y un enfoque inquebrantable. Pero cuando se trataba de su matrimonio, parecía que la estructura que había creado con tanto esfuerzo se desmoronaba poco a poco, como un edificio que había perdido su cimiento.
Se levantó y fue directo al baño, donde los rituales matutinos se sucedieron de manera casi automática: el agua fría, el afeitado con la precisión de un cirujano, la ducha rápida para despertar los sentidos. Todo era parte de la rutina que Carlos conocía de memoria. Cada día era igual, marcado por las mismas acciones, los mismos horarios, y, sin embargo, con una sensación cada vez más agobiante de vacío.
Tras vestirse con un traje oscuro de corte impecable, Carlos descendió las escaleras de su casa. En la cocina, Sofía estaba sentada en la mesa, leyendo el periódico. Su presencia no alteraba el aire, no había calidez ni alegría en su rostro. Sofía ya no era la mujer con la que Carlos había soñado casarse. Ni siquiera sabía si había sido él quien cambió o si era ella la que se había desvanecido en la monotonía de su vida.
-Buenos días -dijo Carlos, sin mirarla realmente, más por costumbre que por deseo genuino de conexión.
Sofía levantó la vista, pero su sonrisa era fría, casi mecánica.
-Buenos días -respondió, como si esas palabras no significaran nada, como si los buenos días se hubieran convertido en una formalidad vacía entre ambos.
Carlos se sirvió un café, el mismo que siempre tomaba, fuerte y sin azúcar. Sofía no hablaba mucho últimamente. Habían pasado por momentos difíciles, y la distancia emocional que se había ido gestando entre ellos era más evidente ahora que nunca. Carlos sabía que algo no iba bien, pero la verdad era que ya no sabía cómo arreglarlo. No era por falta de intentos, sino porque, en algún punto, se dio cuenta de que las cosas simplemente habían dejado de importar.
Sofía dejó el periódico sobre la mesa y se levantó para recoger su bolso. Carlos observó cómo se movía por la casa con esa misma expresión distante, como si ya no fuera parte de su vida. Ella había estado más centrada en sus propios intereses últimamente, en sus amigos, en sus proyectos personales. En parte, Carlos sentía que todo eso era una forma de escapar de él, de un matrimonio que ya no tenía chispa. Pero él no podía culparla. Tal vez era él quien no sabía cómo volver a encender esa chispa.
Cuando Sofía se acercó para darle un beso en la mejilla antes de irse, la sensación de frialdad en el aire se volvió más densa. Fue un gesto automático, sin pasión, sin intención. Como si fuera un acto de cortesía para dar por terminado otro día más.
-Nos vemos esta noche -dijo ella, y antes de que Carlos pudiera responder, ya estaba fuera de la casa.
Carlos permaneció en la cocina por un momento, la taza de café entre las manos, mirando al vacío. La sensación de soledad lo invadió, a pesar de tener todo lo que cualquier hombre podría desear: éxito, dinero, poder. Pero a veces, esos logros parecían vacíos. No importaba cuánto dinero ganara, cuántas empresas comprara, ni cuántos proyectos llevara a cabo, la ausencia de algo genuino en su vida lo estaba matando poco a poco.
El reloj marcó las 7:15 a.m. y Carlos debía salir para su oficina. La rutina no permitía retrasos. Se subió al coche, condujo a través de las calles congestionadas, viendo el mismo paisaje cada mañana. La ciudad nunca cambiaba, pero él sí. Aunque no podía definir cuándo ocurrió el cambio, Carlos sentía que algo dentro de él se había quebrado. Y lo peor de todo era que no sabía si aún estaba a tiempo de arreglarlo.
Cuando llegó a la sede de su empresa, fue recibido por su asistente, que le entregó un informe con los resultados financieros de la semana. Carlos apenas lo miró. Su mente ya estaba en otro lugar. Mientras recorría los pasillos del edificio, el sonido de sus pasos resonaba en su cabeza. De alguna manera, esos pasos sonaban solitarios, aunque estuviera rodeado de empleados que lo admiraban, que lo seguían con devoción. Nadie sabía lo que sucedía dentro de su cabeza, ni siquiera Sofía.
En su oficina, Carlos se sentó en su sillón de cuero negro, un símbolo del poder que había alcanzado. Pero, aunque todo a su alrededor le recordaba su éxito, no podía deshacerse de esa sensación de vacío. Miró la pantalla de su computadora, revisó algunos correos y ordenó llamadas. Pero su mente seguía vagando, regresando a la misma pregunta que se hacía cada día: ¿Qué estaba haciendo mal? ¿Cómo había llegado a este punto?
A lo largo de su carrera, Carlos había aprendido a tomar decisiones difíciles. Había enfrentado mercados inestables, negociaciones complicadas, e incluso traiciones dentro de su propio círculo cercano. Pero nada de eso se comparaba a la desconexión que sentía con Sofía. No sabía si aún la amaba, o si alguna vez lo había hecho. La pasión, que una vez los unió, ahora parecía un recuerdo lejano, algo que había desaparecido con el tiempo. No había peleas, no había gritos, pero tampoco había amor. La vida con Sofía había caído en la rutina. Y en la rutina, nada cambiaba.
En ese momento, alguien tocó la puerta de su oficina. Era su jefe de operaciones, Marco Ruiz, quien le traía una actualización sobre un nuevo proyecto que estaban evaluando. Carlos asintió con la cabeza, fingiendo interés, mientras sus pensamientos volvían a vagar. Marco comenzó a hablar sobre cifras, ganancias y proyecciones de mercado, pero Carlos ya no estaba escuchando. Sus ojos se deslizaban por la ventana, observando cómo la ciudad se extendía ante él, como un vasto océano de oportunidades, pero a él ya no le parecía tan atractivo como antes. La vida profesional, a pesar de su éxito, ya no lo llenaba como solía hacerlo.
Después de la reunión, Carlos decidió dar un paseo por los pasillos del edificio. Necesitaba despejar su mente, aunque no estaba seguro de qué esperaba encontrar. El sonido del aire acondicionado y el murmullo de las conversaciones lo rodeaban, pero él no se sentía parte de ese entorno. Era como si estuviera viendo todo desde afuera, como un espectador de su propia vida.
Se detuvo frente a la ventana, mirando la ciudad de nuevo, y en ese preciso momento pensó en Claudia. Su asistente. La joven que había comenzado a trabajar en la empresa hacía poco tiempo. Aunque siempre había mantenido una distancia profesional, algo en ella lo había atraído. Quizá era su frescura, su manera de ver el mundo sin las pesadas cargas que Carlos llevaba sobre sus hombros. En su mirada había una chispa, una vitalidad que él ya no podía recordar. Había algo en ella que lo hacía sentir vivo, aunque sabía que eso era peligroso. Un simple pensamiento pasajero.
Carlos suspiró y volvió a la realidad. La rutina, una vez más, había invadido su vida.
Y por más que tratara de encontrar un resquicio de emoción, todo volvía a ser lo mismo: un ciclo interminable de decisiones, correos electrónicos, reuniones, y una vida con Sofía que se desvanecía lentamente. La pregunta seguía ahí, latente: ¿Cómo salir de este vacío?
El sonido del teléfono lo sacó de sus pensamientos. El día seguía, implacable, y Carlos no podía permitirse dejarse llevar por lo que sentía. Al menos, no aún.