El frío del teléfono público me quemaba la mejilla mientras mi hijo Santi preguntaba por su padre.
Escuché las palabras: "El señor Mateo Vargas ya ha registrado a un hijo. Leo Vargas. Solo hay una plaza subvencionada".
Y luego, la voz suave y condescendiente de Isabela, la otra mujer, el anuncio de la "nueva vida importante" de Mateo, con ella y con Leo.
Colgó.
El dolor y la humillación me devoraron; Santi, mi pequeño, era el secreto vergonzoso.
En mi vida "anterior", rogué, llevé a Santi a Bogotá, y allí lo perdí en un descuido, mientras Mateo discutía sobre el uniforme de Leo.