Introducción : El amor no es para mi.
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Introducción : El amor no es para mi.
La casa olía a esas rosas que se marchitan, ¿sabes? Esas que fueron un espectáculo y ahora solo son un susurro seco en el aire. La chimenea crepitaba, el único ruido en la tarde quieta de la mansión Spencer. Un calor que no llegaba a quitar el frío de estas paredes llenas de retratos viejos, de tapices descoloridos... secretos de familia, supongo. Y una tristeza que se pegaba a la piel, como la humedad. Aquí estaba yo, Emily Spencer, en mi sillón rojo de siempre, la manta de lana a medio caer. Ochenta años pesan, y mis manos lo notan, arrugadas como si hubieran viajado mucho, temblando un poco con esta taza de té ya fría. El mundo se me había quedado pequeño, reducido a esta habitación, al fuego, a los recuerdos que no me dejan en paz.
Entonces la vi. Jannet, parada en la puerta, una figura pequeña bañada en lágrimas. Apenas veinte años, la edad en la que yo creía que la vida era un lienzo blanco. Pero sus ojos... rojos, brillantes de llorar... contaban otra historia. Un corazón roto. Una ilusión hecha pedazos. El delantal torcido, las manos apretadas contra el pecho, temblando como una hoja a punto de caerse.
-Lo siento... -murmuró, limpiándose la cara con la mano, la voz rota de vergüenza-. No quería molestarla, señora Emily...
Me levanté despacio, dejando que la manta se escurriera. La miré con una ternura que no esperaba sentir. Pobre criatura, pensé. Tan joven, tan vulnerable, con el alma al aire, igual que yo hace tanto tiempo. Sus sollozos... un eco de mis propias noches de dolor.
-No molestas, querida -le dije, la voz áspera por los años, pero firme, como si quedara algo de aquella chica que fui-. Ven. Siéntate conmigo.
Dudó un instante, pero vino, arrastrando los pies hasta el sofá. Se encogió allí, como queriendo desaparecer. Le ofrecí té, el vapor subiendo en espirales bajo la luz tenue, pero negó con la cabeza. Las lágrimas seguían cayendo, gruesas, rebeldes, dejando un rastro brillante en sus mejillas.
-¿Qué ha pasado? -pregunté, aunque ya lo sabía por los murmullos de las criadas, esa corriente subterránea de la mansión. Su novio, Tom. Cuatro años juntos, y él la había dejado por otra. Sin mirar atrás. Corazón roto y un montón de preguntas sin respuesta. Lo sé porque ese dolor en sus ojos... lo vi en mi espejo hace décadas, cuando el amor me dio la peor de las traiciones.
Jannet se tapó la cara, sollozando con un dolor que me llegó hondo. -Yo... yo creía que era para siempre. Que era él. ¡Qué tonta fui! ¡Qué tonta! -Su voz se quebró, y cada palabra era un golpe en mi propio pecho, desenterrando recuerdos que creía enterrados.
Sus palabras resonaron, golpeando esas partes de mí que aún dolían, a pesar del tiempo. Le puse una mano arrugada en la rodilla, un gesto torpe pero sincero. -¿Quieres que te cuente una historia? -susurré, la voz apenas un hilo, pero con una determinación que no sentía hace años.
Me miró, los ojos azules hinchados, sin entender. -¿Una historia? -repitió, como si fuera absurdo en medio de su pena.
Asentí, una sonrisa triste curvando mis labios. -La mía. Quizás te ayude a entender algo que yo aprendí demasiado tarde: que el amor no siempre salva... A veces, destroza más de lo que imaginas.
Jannet no dijo nada. Solo asintió en silencio, mientras sus lágrimas se secaban poco a poco. Se acomodó en el sofá, como una niña esperando un cuento. Pero lo que iba a escuchar no tenía nada de magia. Miré el fuego, las llamas bailando como los recuerdos que empezaban a subir en mi mente, y dejé que los fantasmas de mi pasado tomaran forma.
Respiré hondo, el aire frío llenando mis pulmones. -Todo empezó cuando cumplí dieciocho años...
Recuerdo ese día como si fuera ayer. El gran salón de la mansión Spencer, a las afueras de Londres, brillaba con miles de luces doradas colgando de las arañas de cristal. Las mesas, cubiertas de manteles blancos, llenas de flores de Holanda, rosas y lirios que perfumaban el aire con una dulzura empalagosa. Las voces llenaban el espacio, un murmullo de risas forzadas. Hombres de traje oscuro, mujeres con joyas que deslumbraban... todos moviéndose como actores en una obra que yo no había elegido. Era mi cumpleaños, pero la fiesta no era para mí. Era una demostración del poder de los Spencer, una oportunidad para que mi padre, Henry, cerrara tratos y mi madre, Eleanor, presumiera de su hija perfecta.
Yo llevaba un vestido azul celeste que mi madre había escogido con cuidado. La seda me apretaba la cintura, el escote justo, el bajo rozando el suelo con una elegancia que me hacía sentir como un maniquí. A los dieciocho, mi cuerpo había cambiado, y aunque notaba las miradas, no me sentía guapa. Me sentía expuesta, como un cuadro colgado para ser juzgado.
Mi padre estaba orgulloso, pero no de mí, sino de lo que yo representaba: una joya más en su imperio, una herramienta para alianzas con otras familias ricas. Esa noche, mi "regalo" no fue un coche, ni un viaje, ni una joya. Fue algo más frío, más calculado: mi primera cita arreglada.
Se llamaba Edward Caldwell, hijo de un socio importante de la empresa familiar. Alto, rubio, con una sonrisa perfecta que no llegaba a sus ojos. Parecía sacado de un molde de "hombre ideal": impecable, elegante, aburrido hasta la médula. Pasamos la noche juntos, en una mesa apartada, rodeados de brindis forzados y conversaciones vacías. -Eres muy hermosa -me dijo en un momento, más como una evaluación que como un cumplido, como si mirara una obra de arte en una subasta.
Sonreí, no porque quisiera, sino porque sabía que mi madre me observaba desde el otro lado del salón, sus ojos de halcón listos para detectar cualquier error. La noche terminó con un apretón de manos y una promesa vaga de vernos de nuevo. Cuando subí a mi habitación, me quité el vestido y lo dejé caer al suelo, como si pudiera desprenderme también de ese vacío que me había dejado.
Edward fue el primero de muchos, pero no el peor. Las semanas siguientes trajeron una fila de pretendientes, cada uno con su propia decepción. Thomas Berenger, moreno, atlético y arrogante hasta la saciedad, hijo de un magnate hotelero, me llevó a un restaurante tan caro que ni siquiera había precios en la carta. Habló de sí mismo durante tres horas, de sus logros, sus planes, su vida. -Eres preciosa -dijo al final, acercándose con una sonrisa que prometía más de lo que yo estaba dispuesta a dar-. Serías una esposa perfecta. -Tuve ganas de vomitar, pero solo asentí, sabiendo que cualquier rechazo llegaría a oídos de mi padre.
Luego vino Michael Abbott, un chico tímido con gafas gruesas y manos sudorosas, heredero de una empresa tecnológica que empezaba a crecer. Parecía más interesado en su móvil que en mí, y en nuestra segunda cita, con una torpeza patética, me pidió matrimonio. -Tengo miedo de quedarme solo -confesó, como si eso fuera una razón para quererme. No supe si reír o llorar, así que me quedé callada.
El cuarto fue Jonathan Pierce, hijo de un magnate del petróleo. Rudo, dominante, me miraba como si yo fuera otra de sus propiedades. Su voz era un látigo, y cada palabra me recordaba mi lugar. La sola idea de pertenecerle me daba escalofríos.
Después conocí a Charles Montgomery, encantador y carismático, con una sonrisa que derretiría corazones. Pero su perfección era una fachada; no tardé en descubrir que llevaba una doble vida, llena de fiestas secretas, drogas y mujeres sin nombre. Sonreía como un ángel, pero tenía el alma de un demonio.
Y finalmente, Andrew Langley, el más joven, el más dulce, y quizás el más falso. Me susurraba promesas al oído mientras sus manos bajaban más de lo debido, buscando algo que no era amor. Cada palabra suya era una trampa, cada caricia, un cálculo.
-Seis chicos -le dije a Jannet, volviendo al presente, la voz con un amargor que el tiempo no había quitado-. Seis oportunidades de ser "feliz". Seis fracasos.
Jannet me miraba, absorta, los ojos muy abiertos, como si cada palabra fuera un golpe de realidad. -¿Y ninguno...? -susurró, apenas sin voz.
Negué despacio, los labios apretados. -Ninguno. Porque en todas esas citas, en todos esos bailes, en todas esas sonrisas forzadas, yo no era más que un objeto. Una pieza en un juego de ajedrez. Mi vida no era mía.
Suspiré, el sonido pesado en el aire. El fuego chispeó en la chimenea, iluminando las sombras que se movían en mis arrugas, cada una contando una de mis batallas. -Pero entonces... llegó él.
Y en ese instante, aunque habían pasado tantos años, mi corazón latió más rápido al decir su nombre. George. El chico que iba a quemarlo todo, que me haría creer en el amor y luego me mostraría su peor cara. Miré a Jannet, cuyos ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y esperanza, y supe que esta historia, mi historia, no era solo un recuerdo. Era una advertencia, un legado, una manera de darle sentido a todo lo que perdí.
-Prepárate, querida -le dije, la voz baja, casi un susurro-. Porque lo que viene no es un cuento de hadas. Es la verdad. Y la verdad, a veces, duele más que el amor.
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