Escuché la puerta cerrarse con tanta fuerza que sentí cómo la casa entera tembló.
-¡Ángel! -gritó mi papá desde la sala.
-¡Ángel! -repitió, esta vez con una voz cargada de rabia.
Bajé las escaleras temblando. Estaba descalza, y cada paso sobre la baldosa blanca me helaba los pies.
-¿Sí, padre? -pregunté al llegar a la sala.
-Tráeme una cerveza -dijo, mientras se inclinaba para agarrar el control remoto del televisor.
Me quedé parada, inmóvil en el umbral.
-¡¡Pero ya!! -gritó con un tono que me hizo estremecer.
Salí de mi aturdimiento y me dirigí directo a la cocina. Tomé un par de cervezas y las dejé sobre la mesa junto al sofá. Él ni siquiera me miró.
Mientras volvía a mi habitación, me preguntaba cuándo esto se había vuelto su hábito favorito. Todas las noches lo mismo: llegaba borracho y me pedía que siguiera trayéndole cervezas. Sin falta. Una tras otra.
Recordé la primera vez que me negué. La bofetada que recibí fue tan fuerte que me dejó la mejilla roja por días. Desde entonces aprendí a obedecer sin chistar.
Y es que, en realidad, no recuerdo cuándo comenzó todo. No hay un día específico. Desde que tengo memoria, siempre ha sido así. Siempre.
Una vez le pregunté a mi madre por qué era así, por qué lo soportaba, por qué nunca hacía nada.
-Está muy agobiado, Ángel -me dijo-. Hay que entenderlo.
Me hundí entre mis cobijas, mientras desde abajo seguía escuchando el ruido del televisor y el choque de botellas vacías contra la mesa de madera. Poco a poco, el sueño me fue ganando.
Tenía que levantarme temprano. El desayuno debía estar listo antes de que mi padre se fuera a trabajar. También debía preparar algo para mi madre... ella seguía enferma, postrada en su cama.