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La Traición del Corazón Roto

La Traición del Corazón Roto

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Acerca de

El teléfono vibró, anunciando una llamada que destrozaría mi madrugada y mi vida. Era el hospital, con la voz impersonal que me informó que Miguel, mi hijo, había sufrido un accidente grave. Corrí a buscar a Sofía, su madre, mi esposa, el único hombro en el que creí poder apoyarme en la inmensidad de este horror, pero sus excusas me llevaron a una fiesta. Ahí estaba, Sofía, celebrando, brindando y riendo a carcajadas con Mateo y su hijo Santiago, mientras nuestro Miguel, mi razón de ser, luchaba, o dejaba de luchar, por su vida. El médico lo confirmó: Miguel no lo logró. Y entonces, en el pasillo helado de la morgue, mi cuerpo se derrumbó mientras mi alma era consumida al escuchar a Sofía hablar por teléfono con Mateo: "El plan sigue en pie. Con la lana de Ricardo y el extra que sacaba Miguel de sus trabajitos, Santiago ya está dentro de la universidad. Por fin... por fin te pagué la deuda que tenía con tu familia. Estamos a mano." No era indiferencia, era traición. Una jugada fríamente calculada que había usado la vida de mi hijo como peón. La ira me quemó el alma, pero me tragué mi dolor y mi furia. No le di el gusto de verme roto. Incluso en el funeral, Sofía abandonó a nuestro Miguel por consolar a Santiago, el mismo que, años después, la policía revelaría fue el atropellador de nuestro hijo. En ese momento, solo me quedó una verdad: estaba solo y con el tiempo contado. El cáncer me estaba devorando, pero una última chispa de fuerza me impulsó a cumplir el sueño de mi hijo. Dejaría este purgatorio que llamábamos hogar, no sin antes encender la mecha que haría explotar su infierno. Leí el diario de Miguel, sus sueños, sus sacrificios, y lo dejé para ella. Sabía que lo encontraría y que, a través de sus palabras, Miguel, mi pequeño, rompería por fin el corazón que yo ya no pude.

Introducción

El teléfono vibró, anunciando una llamada que destrozaría mi madrugada y mi vida.

Era el hospital, con la voz impersonal que me informó que Miguel, mi hijo, había sufrido un accidente grave.

Corrí a buscar a Sofía, su madre, mi esposa, el único hombro en el que creí poder apoyarme en la inmensidad de este horror, pero sus excusas me llevaron a una fiesta.

Ahí estaba, Sofía, celebrando, brindando y riendo a carcajadas con Mateo y su hijo Santiago, mientras nuestro Miguel, mi razón de ser, luchaba, o dejaba de luchar, por su vida.

El médico lo confirmó: Miguel no lo logró.

Y entonces, en el pasillo helado de la morgue, mi cuerpo se derrumbó mientras mi alma era consumida al escuchar a Sofía hablar por teléfono con Mateo:

"El plan sigue en pie. Con la lana de Ricardo y el extra que sacaba Miguel de sus trabajitos, Santiago ya está dentro de la universidad. Por fin... por fin te pagué la deuda que tenía con tu familia. Estamos a mano."

No era indiferencia, era traición. Una jugada fríamente calculada que había usado la vida de mi hijo como peón.

La ira me quemó el alma, pero me tragué mi dolor y mi furia. No le di el gusto de verme roto.

Incluso en el funeral, Sofía abandonó a nuestro Miguel por consolar a Santiago, el mismo que, años después, la policía revelaría fue el atropellador de nuestro hijo.

En ese momento, solo me quedó una verdad: estaba solo y con el tiempo contado.

El cáncer me estaba devorando, pero una última chispa de fuerza me impulsó a cumplir el sueño de mi hijo.

Dejaría este purgatorio que llamábamos hogar, no sin antes encender la mecha que haría explotar su infierno.

Leí el diario de Miguel, sus sueños, sus sacrificios, y lo dejé para ella.

Sabía que lo encontraría y que, a través de sus palabras, Miguel, mi pequeño, rompería por fin el corazón que yo ya no pude.

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