Había pasado casi un año desde que escribiera una sola línea decente. Su editora insistía en que los lectores querían erotismo más crudo, historias con filo, pero Elena ya no creía en finales felices... ni en principios excitantes.
Estaba vacía.
Vacía de palabras.
Vacía de deseo.
Vacía de sí misma.
Por eso, esa noche, se vistió como si fuera otra. Como si la mujer que caminaba bajo la niebla madrileña no fuera una escritora fracasada sino una exploradora del deseo.
Vestido negro, ajustado, con una abertura lateral que acariciaba su muslo con cada paso. Tacones que nunca habría usado para una presentación de libro. Rímel que apenas ocultaba la sombra de la duda en sus ojos.
La aldaba fue más liviana de lo que esperaba. Tres golpes secos. Nada más.
La puerta se abrió sin crujir, revelando a un hombre de traje oscuro y mirada vacía.
-¿Nombre?,--- pregunto el portero
-Elena Navarro,---- respondió
El portero bajó la mirada a una tablet que no mostraba pantalla. Asintió con gesto mecánico y se hizo a un lado.
Elena cruzó el umbral.
Y el mundo cambió.
El club no tenía cartel, ni barra a la vista, ni luces de neón.
Solo silencio, madera noble, alfombras que amortiguaban los pasos. Y el aroma profundo de sándalo mezclado con cera caliente.
Una mujer desnuda, con la piel cubierta de tinta dorada, caminó frente a ella sin levantar la vista. Llevaba un collar de cuero rojo con un dije en forma de candado. Detrás, un hombre de esmoquin acariciaba una vara flexible entre sus dedos.
Elena contuvo el aliento, no por miedo, sino por una mezcla de fascinación y desconcierto.
¿Era esto real?
¿Era esto deseo?
Una voz masculina, grave y serena, interrumpió su trance.
-Bienvenida, señorita Navarro,---- dijo el desconocido
Se giró. Y lo vio, Dorian.
No necesitó preguntarle el nombre, ni confirmar su identidad. Supo que era él del mismo modo en que uno sabe cuándo va a llover.
Era la tormenta.
Alto,inmensamente alto, de hombros anchos y porte aristocrático, su cabello oscuro, perfectamente peinado hacia atrás, contrastaba con sus ojos, grises, inhumanos, penetrantes.
Vestía un traje negro a medida, camisa blanca sin corbata. Sin sonrisa, solo la certeza de que él controlaba todo lo que ocurría a su alrededor.
-Gracias por aceptar la invitación ,¿primera vez en un club privado?-dijo él, sin moverse
Elena tragó saliva, -¿Se me nota mucho?,---
-Solo a quien sabe mirar.---- respondió Dorian
La forma en que la observaba no era lasciva, sino analítica. Como si leyera un libro abierto, su libro.
-¿Qué le hizo venir? -preguntó él, con voz baja.
Elena lo pensó unos segundos,-La necesidad de escribir.---
Dorian arqueó una ceja, -Interesante, muchos vienen aquí a olvidar, usted quiere recordar.---
-Quiero sentir -dijo ella, bajando la voz, casi una confesión.
Él se acercó un paso, estaba tan cerca que Elena pudo oler su colonia sutil, amaderada, adictiva.
-Entonces permita que le muestre lo que se siente... cuando se deja de pensar.--- respondió Dorian
La llevó por un pasillo iluminado solo por candelabros. Cada puerta era diferente. Una tenía un espejo gigante. Otra, una cruz tallada en ébano. Otra, cadenas que tintineaban con el aire.
Dorian abrió la última puerta.
Una habitación circular, con cortinas rojas y piso de mármol. En el centro, una chaise longue de terciopelo negro. A un lado, una caja de madera tallada con candado abierto.
-Aquí no hay alcohol, no vendemos placer, loo exploramos.-dijo él
Elena asintió, enmudecida.
-Aquí, el consentimiento es ley, el contrato, sagrado. ¿Desea jugar esta noche?,---- dijo Dorian
Ella dudó.
No por miedo, sino por no saber qué deseaba exactamente.
-¿Qué significa "jugar"? -preguntó Elena
Dorian se acercó lentamente, le tomó la muñeca con suavidad.-Explorar límites, conocer obediencia, ceder control sin perder identidad.---
Elena lo miró a los ojos.
Y algo en su interior, algo dormido desde hacía mucho, dijo: "sí".
-Entonces -dijo él, sacando un pequeño papel-, necesito que elija su palabra de seguridad.
-¿Mi qué?,---- pregunto Elena
-Una palabra que, si se pronuncia, detiene todo. Absolutamente todo.--- respondió Dorian
-¿Y si no la digo?,--- volvió a preguntar Elena
-Entonces sigo, hasta donde usted me permita.--- respondió Dorian
Elena pensó unos segundos,---Luna.---
Dorian sonrió apenas --- Bella elección.---
El primer juego fue suave, un preludio.
Dorian le pidió que se sentara en la chaise longue, ella lo hizo, con el corazón al borde del colapso. Él sacó de la caja una venda de seda negra.
-Confianza, eso es lo único que le pediré esta noche.---- dijo Dorian
Elena cerró los ojos cuando él le colocó la venda, la oscuridad era absoluta.
Los sonidos se intensificaron, el roce de la seda, el leve crujido del cuero bajo su cuerpo, su respiración acelerada.
Dorian no la tocó.
No al principio.
Solo le habló, le describió lo que haría, lo que podría hacer, lo que haría si ella se lo permitía.
Su voz era caricia, amenaza y promesa.
Cuando finalmente le rozó la clavícula con la yema de los dedos, Elena se estremeció.
No era miedo, era liberación.
Dorian tomó su mano, la llevó hacia su propio muslo, desnudo por la abertura del vestido.
-Todo lo que sienta esta noche será real, pero nada ocurrirá sin su permiso. ¿Lo entiende?,--- dijo Dorian
-Sí... -susurró Elena
Él deslizó una pluma de avestruz por su piel expuesta. Tan delicada que le provocó escalofríos.
Luego, cambió a una cuerda de seda, que enrolló sobre sus muñecas sin apretar.
Y entonces, sin aviso, sopló suavemente sobre su cuello.
Elena ahogó un gemido.
No sabía que un suspiro podía despertar tanto.
No sabía que el control podía excitar más que cualquier caricia.
No sabía que existía una parte de ella que quería rendirse... pero solo ante él.
Cuando le quitó la venda, pasados unos veinte minutos, tenía los labios entreabiertos, la piel encendida y las pupilas dilatadas.
-Eso fue,--- Elena fue interrumpida
-Solo el principio -interrumpió Dorian.
Elena se levantó despacio, su cuerpo temblaba, pero su mente estaba más clara que nunca.
-¿Siempre es así?,---- pregunto Elena
-No. Pero con usted, sí lo será.--- respondió Dorian
Cuando abandonó el club esa noche, la ciudad parecía distinta.
Más viva.
Más peligrosa.
Más suya.
Tenía algo en el bolsillo del abrigo, una tarjeta con el símbolo de la rosa marchita.
Y al reverso, una línea manuscrita.
"Treinta noches. Treinta juegos. Una sola condición, no enamorarse."
Elena sonrió.
No sabía si escribiría de nuevo.
Pero estaba segura de algo
Había cruzado una puerta.
Y ya no había marcha atrás.