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Suya por venganza

Suya por venganza

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Acerca de

Leah Bennet es una joven tímida, guapa, estudiante de élite y protegida hija de un temido policía de Manhattan. Vive una vida ordenada, inocente, y su única amiga es Erika, con quien comparte todo... o casi todo. Una noche, Seth Bennet, su padre, le confiesa que ha matado a Levis Russo, la mano derecha del temido Max Ravello, el capo de la mafia conocido como La Bestia. Leah no alcanza a comprender las consecuencias... hasta que al día siguiente, un coche negro la sigue. Esa misma tarde, desaparece sin dejar rastro. Max Ravello se le conoce por no tener piedad. Secuestra a Leah para enviar un mensaje al hombre que destruyó a su familia criminal. Pero cuando la ve por primera vez, algo en ella lo detiene: su mirada. Su inocencia. Su silencio valiente. Leah le planta cara, incluso temblando de miedo. Él la llama "ángel". Y jura que será suya, de la forma que quiera. Leah, rota y asustada, intenta convencerlo de que la libere. Él le da una opción cruel: o se queda, o su padre muere. Leah acepta quedarse. Cuando Erika, preocupada por la desaparición de su amiga, va a visitar a su hermano Max, descubre que la tiene cautiva. Le suplica que la libere, pero Max promete solo mantenerla encerrada... por ahora. Leah empieza a escribir un diario con sus pensamientos. Y en él, sus deseos. Porque aunque lo detesta, no puede negar que Max despierta cosas que no ha sentido jamás. La tensión entre ellos crece, y en medio del peligro, el deseo se convierte en adicción. En ese infierno de poder, pasión y secretos, ambos descubrirán que la mayor venganza... es enamorarse.

Capítulo 1 La confesión

Capítulo 1 - La confesión

-Leah... siéntate -la voz grave de su padre llenó el salón como un disparo.

Leah Bennet parpadeó, sorprendida por la tensión que envolvía la casa. Dejó su mochila sobre el sofá, se quitó la bufanda del cuello con las manos aún frías por el viento de Manhattan y se sentó en el borde del sillón, inquieta.

-¿Ha pasado algo? -preguntó, con su voz suave y nerviosa.

Seth Bennet no era un hombre de muchas palabras. Era rígido, duro, protector hasta el extremo. Nunca le había hablado con ese tono. Esa noche, sin embargo, parecía distinto. Más viejo. Más roto.

-Hoy he hecho algo, Leah... algo que puede cambiarlo todo.

-He matado a alguien. Alguien verdaderamente peligroso. Y ahora... temo por tu vida.

Leah sintió cómo el miedo se le encajaba en el pecho.

-¿Qué? ¿Por qué dices eso? ¿A quién has matado?

Seth apretó la mandíbula. Dudó un segundo, pero luego lo dijo sin rodeos:

-Levis Russo. La mano derecha de Max Ravello.

El aire pareció congelarse en la habitación.

Leah palideció.

-¿Max Ravello? ¿El capo? ¿La Bestia que controla toda Nueva York?

-Sí, princesa -asintió con pesar-. Lo siento por ponerte en peligro.Pero no tuve opción. Era él ... o yo. Tuvimos una redada esta madrugada. Llevábamos meses detrás de su organización. Levis Russo se resistió. Nos apuntó... y yo disparé.

Ella no podía creer lo que escuchaba. Max Ravello era una leyenda oscura, una sombra que los noticieros apenas nombraban. Un mito de sangre, dinero y muerte. Y su padre... lo había desafiado.

-Te prometo que mañana mismo te pongo protección -añadió Seth con firmeza-.-Tienes que tener cuidado, Leah. No vayas sola a ningún sitio. Nada de salidas innecesarias. No le cuentes esto a nadie. ¿Me oyes?

Leah sintió un nudo en el estómago.

-¿Por qué me dices eso, papá?

-Porque tú eres mi hija. Y quiero que estés alerta. Esto... podría tener consecuencias.

-¿Consecuencias? ¿Cómo cuáles?

Su padre se levantó. Caminó hasta la ventana. Observó la calle, como si esperara ver algo. O a alguien.

-Max Ravello no deja cabos sueltos. Es frío, metódico... sádico. Levis no era solo su mano derecha. Era como un hermano para él.

Se giró hacia ella.

-Tú podrías ser un blanco.

Leah tragó saliva. Le dolía el estómago.

-Papá, ¿me estás diciendo que... ese Max... podría hacerme algo?

-No lo sé -susurró él-. Pero haría cualquier cosa por venganza.

Leah sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Y en ese instante lo comprendió:

Estaba marcada.

Esa noche, Leah no pudo dormir. No podía dejar de pensar en los ojos oscuros de aquel hombre al que jamás había visto, pero del que todos hablaban con miedo: Max Ravello. El diablo en carne y hueso.

Por la mañana, Leah caminó hacia la universidad bajo la lluvia fina de Manhattan, con la capucha sobre la cabeza y el corazón en el cuello. Las palabras de su padre la habían dejado inquieta. Y entonces lo notó.

Un coche negro.

Parado en la esquina. Cristales tintados. Motor encendido.

Aceleró el paso, fingiendo que no lo había visto. Pero lo sintió. Cada vez que miraba de reojo, ahí estaba. Persiguiéndola sin moverse. Como un tiburón acechando bajo el agua.Al llegar a la puerta del campus, el coche desapareció. Se mezcló con el tráfico como un fantasma.

Corrió hacia la entrada de la universidad y marcó el número de Erika.

-¿Puedes venir a la cafetería? Necesito verte ya.

La cafetería de la universidad zumbaba con el ruido de tazas, estudiantes medio dormidos y conversaciones superficiales. Pero Leah apenas oía nada. Estaba sentada en una mesa del fondo, envuelta en su abrigo, con las manos temblando alrededor de una taza de té que ni siquiera había probado.

Erika llegó con paso rápido, sin aliento, y se dejó caer frente a ella.

-¿Qué pasa? ¿Estás bien? Me has asustado con tu llamada.

Leah levantó la mirada. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de miedo y confusión.

-No... no estoy bien.

Erika frunció el ceño. Dejó su bolso en la silla y se inclinó hacia ella.

-¿Ha pasado algo, cielo?

Leah dudó. Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie las escuchara, y luego se inclinó también.

-Anoche mi padre me dijo algo... algo que no sé cómo digerir.

Erika tragó saliva.

-¿Qué te dijo?

-Que mató a un hombre -susurró Leah, apenas audible-. A uno muy peligroso. A Levis Russo.

Erika se quedó en silencio. Sus pupilas se dilataron. El nombre le cayó como un golpe seco.

-¿Qué? -fue todo lo que pudo articular.

Leah asintió lentamente.

-Era la mano derecha de Max Ravello.

Erika palideció. Sintió que el corazón se le detenía por un instante.

-¿Estás segura? -preguntó, su voz más débil, casi robótica.

-Lo dijo con esas palabras. Que fue en una redada, que no tuvo opción... pero que ahora teme que algo malo pueda pasarme. Me habló de Max como si fuera el mismísimo diablo.

Erika bajó la mirada, tensa, pero intentó mantenerse serena. No podía decirle la verdad. No todavía. No así.

-¿Y tú... estás bien?

-Siento miedo, Erika -confesó Leah, con la voz rota-. Esta mañana, camino a clase, vi un coche negro siguiéndome. No sé si fue mi imaginación, o si de verdad alguien me estaba vigilando. Pero... me sentí como una presa.

Erika tragó saliva. Apretó las manos contra la mesa, para que Leah no notara que le temblaban.

-Quizás estás sugestionada. A veces el miedo nos hace ver cosas...

-No. No lo imaginé. Lo sentí, Erika. Como si alguien... me estuviera vigilando.

Erika levantó la mirada. Sus ojos azules se llenaron de una angustia silenciosa. Quería decirle la verdad. Quería abrazarla y llevársela lejos. Pero no podía. No ahora.

-¿Qué vas a hacer?

-No lo sé. Solo quería contártelo... porque tú eres lo único real que tengo. No puedo hablar de esto con nadie más. Y me siento... como sino tuviera ninguna salida.

Erika asintió, con una presión en el pecho que la estaba asfixiando.

-Estoy contigo, Leah. Pase lo que pase.

Leah esbozó una sonrisa temblorosa. No lo sabía, pero acababa de confiar su miedo a la persona menos indicada... o quizás, a la única que podía salvarla.

Erika solo pensaba una cosa: Tenía que hablar con Max. Antes de que fuera demasiado tarde.

...

Max entrecerró los ojos y encendió un cigarro. El fuego del encendedor iluminó brevemente sus facciones: mandíbula afilada, mirada de acero. El humo se mezcló con la humedad de la lluvia afuera, como si el mismo aire supiera que algo oscuro estaba por ocurrir.

Leah seguía dentro de la cafetería, hablando con Erika, ajena al infierno que se cernía sobre ella. Su voz no podía oírse, pero sus ojos... esos ojos verdes vibraban con miedo.

Y ese miedo lo excitaba.

-Esta noche -dijo Max, sin apartar la vista del cristal-. La quiero en la mansión antes de que amanezca.

Marco Santoro giró la cabeza, sorprendido por la orden.

-¿Esta noche?

-Sí. Lo quiero limpio. Rápido. Sin gritos, sin sangre, sin testigos. Ni un solo puto rastro.

Marco asintió, aunque la tensión se le marcaba en la mandíbula.

-¿Cómo quieres hacerlo?

Max exhaló una bocanada de humo, lenta, letal.

-Tú encárgate del traslado. Yo me encargaré de todo lo demás.

Marco dudó un segundo. Luego habló, en tono más bajo:

-Podemos drogarla. Algo suave. Nada que la lastime. Solo para que no grite ni se resista. ¿Quieres que lo prepare?

Max lo miró de reojo, evaluando. Luego asintió.

-Pero no le hagas daño. Ni un puto rasguño, ¿me oyes?

Marco levantó las manos.

-Lo sé, jefe. Ni una marca. Será como si se hubiera dormido y despertado en otro mundo.

Max apagó el cigarro en el cenicero del coche con una lentitud inquietante. Su mirada volvía, una y otra vez, a Leah. No sabía aún si quería destruirla o poseerla. Tal vez ambas.

-Quiero que, cuando despierte... -murmuró, más para sí mismo que para Marco-. Me mire a los ojos y entienda quién manda ahora.

Marco tragó saliva.

-¿Y si el padre mueve cielo y tierra para encontrarla?

Max sonrió, esa media sonrisa oscura que daba escalofríos.

-Que lo intente. Cuanto más se acerque... más rápido morirá.

Fuera, la lluvia comenzó a caer con más fuerza, empapando la ciudad como si intentara borrar lo que estaba a punto de pasar.

Pero nada borraría lo que él iba a hacer.

Y Leah... ya era suya.

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