En mi lecho de muerte, agobiada por años de miseria y la cojera que me recordaba mi vulnerabilidad, mi último pensamiento fue para Mateo, mi hijo.
Lo había visto morir en vida, su espíritu destrozado, sus sueños de la Universidad Politécnica de Madrid convertidos en cenizas.
En ese momento final, mi cuñado Javier, con crueldad glacial, se deleitó al confesar su traición.
Fue él quien interceptó la carta de beca de Mateo, esa que le habría abierto las puertas al futuro, para dársela a su propio sobrino.
