Al príncipe Rogelio poco o nada le importaban las habladurías, debido a que solo le preocupaba hija. Un par de días después del funeral, él estaba en la habitación de la recién nacida princesa heredera para cuidar personalmente de ella. La pequeña estaba acostada en su cuna hecha de madera pintada de oro, pero no estaba dormida, sino que se la pasaba mirando por los alrededores para conocer su entorno. Su padre, en cambio, se encontraba sentado a un costado, leyéndole algunos cuentos para ayudarla a dormir.
A lo lejos los contemplaba la princesa Jade, a quien la escena le resultaba completamente patética. Sin embargo, no se le ocurrió otra cosa que contraer nupcias con el príncipe para poder aumentar su prestigio en el palacio, logrando así estar cada vez más cerca de ocupar el trono como la legítima reina de la nación.
"Según mis cálculos, es muy probable que me den el puesto de regente", pensó Jade. "Pero será hasta que mi sobrina cumpla la mayoría de edad. Si consigo aliados poderosos dentro de la corte, podré hacer que estos apunten hacia mi favor para que me coronen como la reina. Y casarme con el príncipe Rogelio es el primer paso que debo dar para que el pueblo me vea como una mujer bondadosa, que se ocupa de sus familiares y nunca los dejaría a su suerte".
Se acercó a Rogelio, de espaldas, y le dijo:
- Necesito hablar con mi padre. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero recuerda que a las seis vendrá el juez para aprobar nuestra boda.
El hombre giró la cabeza para mirarla y le dijo:
- Descuide, su alteza. Ahí estaré, puntualmente, en la sala de reuniones para casarnos. En verdad le agradezco por todo lo que ha hecho por mí. No entiendo por qué la gente piensa que tiene el corazón corrupto, si ha accedido a tomarme como esposo para evitar que me alejen de mi hija.
Jade sonrió. Se percató de que su cuñado en verdad pensaba que le tuvo misericordia, pero prefirió dejarlo dentro de su inocente alegría. Solo ella sabía lo que en verdad anhelaba y no pensaba revelárselo nunca, para ser ella quien mantuviera el control de la relación.
Salió del dormitorio y se dirigió a los aposentos de su padre, el rey Marco, quien había caído gravemente enfermo tras informarse que su esposa, la reina Abigail, había desaparecido en misteriosas circunstancias. Debido a su frágil salud, se vio forzado a abandonar sus deberes reales para tomar reposo hasta su recuperación.
"Mi padre siempre fue un hombre enfermizo y débil", pensó Jade, mientras caminaba por los pasillos con calma. "Pero no es su culpa. Es porque proviene de las lejanas tierras de la Nación del Sur y fue forzado a venir hasta aquí para casarse con mi madre. Ese país es de clima cálido y vasta vegetación, es normal que alguien como él no logre adaptarse a nuestras tierras frías y rocosas, donde el invierno es eterno y el sol rara vez hace su aparición en el cielo".
Siguió caminando, mientras le venían recuerdos de su infancia. Aunque su padre intentaba dedicarles el tiempo a sus hijas, casi siempre lo recordaba acostado en la cama, siendo atendido por algún enfermero o por su propia esposa para recuperarse pronto.
"El médico real decretó que, lo mejor para él, sería que regresara a su país natal", pensó Jade, cuando ya estaba cerca de la habitación de su padre. "Sí, su pueblo linda con el bosque, le haría bien estar en contacto con la naturaleza, lejos de la vida protocolar del palacio. Pero si eso pasa... ¡No! ¡Él es mi padre! Prometí que lo cuidaría personalmente hasta que se recuperase. Y me aseguraré de que sea por largo tiempo".
Cuando entró a la habitación, vio una escena desoladora. Su padre era un hombre de piel morena, con algunas arrugas que marcaban su rostro y unos ojos negros que carecían de brillo alguno. En esos momentos, un par de enfermeros le estaban colocando el suero mientras que el médico real, con un proyector de imágenes holográficas, estaba manipulando ágilmente unos botones mientras decía:
- Su estado sigue igual, majestad. Aun se encuentra débil para continuar con sus deberes de rey. Por ahora, deja que la corte dictamine lo que le deparará al futuro de la nación, ahora que estamos sin una reina.
- Padre – dijo Jade, cerrando la puerta tras su espalda.
El rey Marco levantó la cabeza y miró a su hija. intentó sonreírle, pero a causa de los dolores del cuerpo solo pudo mostrarle una mueca. Al final, levantó su mano e hizo una señal para que se acercara.
Jade así lo hizo. Se sentó al borde de la cama y tomó la mano de su padre. Éste hizo otra señal, pero con su cabeza, para indicarle al médico y a los enfermeros que se retiraran.
Una vez que se marcharon, el rey le dijo a la princesa:
- Ay, hija mía. Lamento tanto causarte molestias.
- Padre, para mí es un placer cuidarte como tu querida hija – dijo Jade, sin soltarle la mano – por eso, te pido que confíes en mí y me dejes estar a cargo.
- Pero mi niña, se supone que soy yo quien debería apoyar a tu madre en su ausencia... ¡Cof! ¡Cof!
Jade hizo una mueca extraña, mientras le pasaba un vaso con agua para que pudiera atajar la tos. Mientras el rey bebía, ella se mantuvo en silencio y evitó decir cualquier comentario indebido.
Una vez que el rey logró aplacar la sed, la princesa se acostó al lado de él para apoyar su cabeza sobre su hombro. Solía hacer eso desde que era pequeña, y era la táctica que más le resultaba cuando quería algo de su padre, ya sea que la llevara a algún lugar o le comprara un nuevo vestido.
El rey suspiró. Conocía muy bien a su hija y, aun así, no podía hacer nada para evitar caer en sus encantos.
- Está bien, hija. Te dejaré a cargo del mando hasta que tu madre regrese. Hablaré con los miembros de la corte para que te otorguen el título de regente y tengas los mismos poderes y derechos de una reina.
- Gracias, padre – dijo Jade, levantándose y dándole un beso en la mejilla, en señal de agradecimiento – te prometo que dedicaré mi vida entera a esta nación. ¡Ah! Y restableceré los lazos diplomáticos con tu país de origen, además de autorizar la colonización de esas tierras para nuestro sustento.
- ¿Entonces de verdad lo haremos, hija? ¿Seguiremos con el plan de colonizar esa lejana región?
Jade asumió con la cabeza. Y es que, hacia un par de años atrás, la reina Abigail autorizó una expedición hacia unas tierras lejanas del continente, ya que querían buscar tierra fértil donde crear campos de cultivo. El reino del Norte casi carecía de buenos terrenos para la agricultura, debido a que era una zona donde predominaba la nieve y las rocas. Y si bien lograron subsistir por décadas mediante métodos de cultivos hidropónico y manipulación genética, el surgimiento de una epidemia, el frío extremo que duró por un lustro y la caída del valor del metal y cobre, hizo que entraran en una crisis económica que les afectó a todos por igual.
Esto ocasionó que las investigaciones sobre nuevos métodos de cultivos y abastecimiento de la población no pudieran ser financiados, causando así que ciudades enteras se vaciaran por culpa de la hambruna y baja de temperaturas.
Jade aun recordaba cómo, tanto ella como la princesa Miriam, se habían rebanado el cerebro para proponer diferentes medios de abastecimiento a la población. La reina Abigail logró localizar tierras fértiles situadas más allá del océano, pero estaban ocupadas por una aldea salvaje que subsistía a base de la caza y la recolección.
Lamentablemente, las exploraciones se interrumpieron tras la desaparición de la reina Abigail. Y como todo el reino se encontraba en duelo por el fallecimiento de la princesa Miriam, nadie estaba dispuesto a seguir con el proyecto hasta que se solucionase el tema de la sucesión al trono.
- Entiendo que la muerte de mi hermana y la desaparición de mi madre causó un gran dolor a todos, incluyéndome – le dijo Jade a su padre, con una expresión de tristeza – pero el pueblo no puede esperar. Esas tierras nos garantizará un buen porvenir y, si no las tomamos ahora, muchas vidas se seguirán perdiendo. Y eso no nos conviene.
- Lo sé – dijo el rey, poniéndose serio – en ese caso, te doy mi aprobación, hija. Te apoyaré en lo que sea, aunque me encuentre enfermo. Por cierto, ¿cuándo te vas a casar?
- Será hoy, a la seis.
- Ya veo. Bueno, te doy mi bendición. Estoy seguro de que serás una gran regente y una grandiosa mujer. Me lo dice el corazón.
Una vez que terminó la visita, Jade se alejó varios metros de la habitación de su padre, mientras comenzó a echarse unas risas de burla.
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Habían pasado tres años desde la muerte de la princesa Miriam y el palacio se encontraba sumergido en una melancólica calma. Lo único que parecía brindarle algo de brillo a esa densa atmosfera era la presencia de la niña, quien solía ir al patio junto a su padre para poder jugar en sus tiempos libres.
El príncipe Rogelio y la princesa Leonor estaban mirando un androide del tamaño de la niña, que podía bailar, responder preguntas y cumplir órdenes sencillas. La pequeña le había pedido que bailara con ella y no paraba de dar vueltas y vueltas a la par que agitaba su vestido blanco, mientras su padre les aplaudía.
- ¡Qué linda mi princesita! – decía Rogelio, sin dejar de aplaudir - ¿Quién es la princesita de la casa?
Mientras jugaban, vieron que la princesa regente recorría por los alrededores, junto a sus escoltas. Aunque estaba bastante lejos, la reconocieron por su capa negra que solía llevar sobre sus hombros, cubriendo así su peculiar vestido que solía variar entre los colores blanco, negro o rojo oscuro.
La niña, al verla, se acercó rápidamente a ella y le dijo:
- ¡Tía Jade! ¿Viste cómo bailo con el señor robot?
Jade se detuvo. Miró a la pequeña con frialdad y le regañó:
- Deberías estar en tus aposentos estudiando, querida sobrina. Una reina no debería perder el tiempo con estas tonterías.
Rogelio, quien pareció percatarse de la situación, se acercó rápidamente a ella y, haciendo una leve reverencia, le dijo:
- Esposa mía, mi hija ya terminó su tarea. Solo quería que se relajara un rato. ¡Es demasiado hacerla leer tantos libros con tan solo tres años!
La princesa Jade lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Luego, dirigió una última mirada a Leonor quien, en esos momentos, miraba al suelo con tristeza. Y sin hacer ningún otro comentario más, continuó con su camino.
Rogelio dobló las rodillas hasta el suelo y abrazó a su hija. Leonor apoyó la cabeza sobre su hombro y preguntó, en voz baja:
- ¿Por qué tía Leonor me odia?
- No. No es así. Ella no te odia – respondió Rogelio, aunque ni él mismo se lo creía – solo está cansada, es todo. Mejor dejémosla tranquila.
- Está bien.
Se mantuvieron así un rato, hasta que decidieron regresar a la habitación de la niña para continuar con sus estudios.