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Roma ardía con sol de justicia, pero dentro del Domus Aurea del senador Marcus Lucilius, el mármol brillaba frío como la diplomacia que se estaba cocinando entre paredes doradas. Perfumes de incienso y mirra flotaban en el aire mientras esclavos vestidos con túnicas blancas derramaban vino en copas de plata, cuidando cada gesto como si la estabilidad de un imperio dependiera de ello. Y en cierta forma, así era.
En el centro del salón, sobre una alfombra traída de Persia, descansaba un gran mapa desplegado: Egipto, el delta del Nilo, el Mediterráneo como un espejo azul. Rodeándolo, hombres poderosos hablaban en voz baja: romanos de toga impecable y egipcios de túnicas de lino plisado, adornadas con collares de lapislázuli y oro. Entre ellos, los emisarios del faraón Asim, enviados desde Tebas con un solo propósito: cerrar un tratado de paz que, bajo su belleza oficial, ocultaba mil estrategias.
El senador Lucilius no era cualquier hombre. Era estratega, noble de sangre antigua, y su fortuna era tan vasta como su ambición. Había ofrecido algo más valioso que oro para sellar la alianza: a su hija, Valeria.
-Mi hija ha sido educada con dioses y con deberes -dijo Lucilius, su voz profunda cruzando el aire como una lanza-. Habla cuatro lenguas, lee jeroglíficos, monta a caballo mejor que muchos generales. Ha sido criada para ser reina. Y será un puente entre nuestros pueblos.
Los egipcios intercambiaron una mirada. Uno de ellos, el anciano Haamon, consejero principal de la reina madre Nefertiti, alzó su copa sin romper la cortesía.
-El faraón Asim es joven, pero sabio. Su reinado ha sido bendecido por Ra, pese a las sombras que aún sobrevuelan el Valle. La propuesta es... interesante. Aunque inesperada.
Lucilius se inclinó apenas, sonrisa controlada.
-Lo inesperado es lo que mantiene con vida a los imperios, ¿no es así?
Haamon no respondió de inmediato. Sus ojos, marcados por años de desiertos y decisiones, recorrieron el rostro del senador y luego se deslizaron hacia la figura femenina que hasta ese momento se mantenía en segundo plano.
Vestida con una túnica marfil ceñida por una faja de oro, Valeria permanecía en silencio, el mentón en alto, los rizos recogidos con peinetas de marfil, las manos unidas sobre el regazo. No era una muchacha común. Sus ojos, grandes y oscuros, no se perdían en los detalles del salón. Estaban fijos en los emisarios, estudiando. Analizando.
Haamon se permitió una breve sonrisa.
-¿Y qué piensa la futura reina del Alto y Bajo Egipto?
Valeria no bajó la mirada. No lo había hecho nunca.
-Pienso -dijo, su voz clara- que Roma no quiere una reina, sino una espía. Pero yo he sido criada con suficiente inteligencia para saber que si no me convierto en egipcia, los dos reinos caerán. No he sido instruida para fracasar.
Hubo un silencio que se extendió como una sombra. Incluso Lucilius alzó una ceja, sorprendido por el filo en la voz de su hija. Haamon inclinó la cabeza, lentamente.
-Entonces tal vez sí haya esperanza para esta unión.
El acuerdo fue sellado esa noche, no con tinta, sino con una danza de palabras, miradas y copas alzadas al futuro. Roma enviaría a Valeria junto a una dote generosa, una escolta personal y falsos mensajes de unidad, mientras bajo la mesa se tejían otras intenciones. Egipto, por su parte, abriría sus puertas a la joven, pero no sin reservas. Muchos en Tebas veían en Roma un tigre disfrazado de cordero.
Mientras el banquete avanzaba y las decisiones se volvían historia, Valeria abandonó el salón sin hacer ruido. Subió a su habitación, donde la esperaba una bañera de alabastro y su nodriza de infancia.
-¿Tenés miedo, niña? -preguntó la mujer, envolviéndola en lino perfumado.
Valeria se miró al espejo de bronce. No vio a una niña. Vio a una reina en construcción.
-No -dijo-. Tengo curiosidad.
Y en el horizonte, muy lejos de Roma, las aguas del Nilo comenzaban a agitarse.