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El sol nacía sobre Tebas como un disco de fuego, reflejando su luz en los muros dorados del templo de Amón-Ra. Las palmeras se mecían suavemente, y el perfume de loto fresco flotaba en el aire, mezclado con el incienso que ardía en los altares. Los sacerdotes caminaban en fila, descalzos sobre el mármol cálido, entonando cantos antiguos que se perdían en las columnas altas como palmeras talladas.
Desde lo alto del balcón del palacio, el faraón Asim contemplaba el Nilo. Vestía una túnica blanca de lino, con un faldellín ceñido por un cinturón de oro. En su pecho, un ancho collar de esmeraldas y cornalinas brillaba con la luz del amanecer. Su cabeza estaba descubierta, el cabello trenzado a la manera tradicional, recogido con una banda de cuero. Tenía veinticinco años, pero sus ojos eran más viejos. Como si llevaran los milenios de Egipto grabados en su pupila.
-¿Los mensajeros han regresado? -preguntó sin girarse.
-Sí, hijo mío -respondió Nefertiti, la reina madre, que se acercaba envuelta en una túnica de gasa azul celeste, coronada por una diadema de lapislázuli y una cobra dorada-. Haamon trae consigo la promesa romana... y a la muchacha.
Asim no respondió de inmediato. Su rostro era una máscara impenetrable. Pero sus manos, fuertes, crispaban el borde de piedra del balcón con cierta tensión.
-Una romana en la Gran Casa de Egipto... -murmuró-. ¿Puede haber mayor contradicción?
-O una oportunidad -replicó Nefertiti con suavidad-. Si Roma busca la paz, y tú la aceptas, el pueblo verá en ti no solo a un dios, sino a un rey sabio. Y si mienten... entonces la habremos tenido cerca para vigilarla.
El silencio entre madre e hijo se extendió un instante, solo roto por el rumor del río y los cantos lejanos de los barqueros. Luego, Asim volvió la cabeza y clavó sus ojos oscuros en los de su madre.
-¿Y tú, madre? ¿Confías en una extranjera para ocupar el trono de Egipto?
Nefertiti se acercó más, con la gracia que aún conservaba desde su juventud. Acarició levemente la mejilla de su hijo, gesto poco común en público, pero permitido en la intimidad de los muros palaciegos.
-Confío en ti. En tu juicio. Y en que los dioses no han permitido esta unión sin razón.
Asim cerró los ojos por un momento. Había aprendido a reinar desde que era apenas un niño, cuando su padre, el gran faraón Mekhura, fue envenenado por manos que nunca lograron ser descubiertas. Desde entonces, su vida había sido disciplina, sabiduría, sospechas y silencio. Aprendió de los sacerdotes, de los generales, de los escribas. Pero también aprendió que el poder, sin vigilancia, se pudre.
-¿Y si ella no acepta nuestra cultura? -preguntó finalmente.
-Entonces será tarea tuya enseñársela -dijo Nefertiti-. Pero recuerda: ni los lotos florecen por la fuerza, ni el Nilo se deja domar por la voluntad de un solo hombre.
Las palabras de la reina madre quedaron flotando en el aire cuando un sirviente apareció en el umbral.
-Haamon ha llegado -anunció-. Y con él, la futura Gran Esposa Real.
Asim respiró hondo. El destino no siempre llegaba con tambores y coronas. A veces lo hacía en forma de una extranjera con ojos oscuros y linaje noble.
-Hacedla pasar.
Mientras descendía los escalones del salón principal, flanqueado por columnas de loto, el joven faraón sintió un leve cosquilleo en la nuca. No de miedo, sino de anticipación. Aquel día no sellaba solo un tratado. Daba inicio a un juego más grande. Más antiguo que ambos imperios juntos.
Y el Nilo, siempre sabio, parecía susurrar en su cauce: todo lo que florece bajo el sol, primero debe sembrarse en la oscuridad.