La joven heredera y el impostor
img img La joven heredera y el impostor img Capítulo 1 El Hombre del Río
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Capítulo 6 El olor del aceite viejo img
Capítulo 7 El almuerzo en la sombra img
Capítulo 8 Conversaciones en la escalera img
Capítulo 9 Álvaro entra en escena img
Capítulo 10 El pasillo de los retratos img
Capítulo 11 La visita de Julián img
Capítulo 12 El encuentro en el taller img
Capítulo 13 Un primer acercamiento img
Capítulo 14 La cena de Estela img
Capítulo 15 Las reglas no dichas img
Capítulo 16 El brillo de las mentiras img
Capítulo 17 Almas en guerra img
Capítulo 18 Recuerdos img
Capítulo 19 A fuego lento img
Capítulo 20 La verdad oculta img
Capítulo 21 La verdad a medias img
Capítulo 22 El regreso del pasado img
Capítulo 23 El secreto de Renato img
Capítulo 24 Almas divididas img
Capítulo 25 La traición oculta img
Capítulo 26 La sombra del pasado img
Capítulo 27 El precio del poder img
Capítulo 28 Los enemigos dentro img
Capítulo 29 La grieta img
Capítulo 30 De nuevo en el río img
Capítulo 31 El heredero oculto img
Capítulo 32 Confesiones img
Capítulo 33 La caída de Estela img
Capítulo 34 La guerra interna img
Capítulo 35 El juicio del poder img
Capítulo 36 Bajo fuego img
Capítulo 37 Los pecados del padre img
Capítulo 38 Victoria img
Capítulo 39 El nuevo legado img
Capítulo 40 Fuego y raíz img
Capítulo 41 Al borde del abismo img
Capítulo 42 El juego de sombras img
Capítulo 43 La confesión img
Capítulo 44 Los lazos rotos img
Capítulo 45 Cuentos oscuros img
Capítulo 46 La decisión de Victoria img
Capítulo 47 La mentira del corazón img
Capítulo 48 El fin de los días tranquilos img
Capítulo 49 El precio de la verdad img
Capítulo 50 La última confrontación img
Capítulo 51 La ruina de la familia img
Capítulo 52 La traición final img
Capítulo 53 El precio de la redención img
Capítulo 54 Sombras del pasado img
Capítulo 55 La caída de los ídolos img
Capítulo 56 La redención de Victoria img
Capítulo 57 La verdad revelada img
Capítulo 58 El sacrificio final img
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La joven heredera y el impostor

Eva Alejandra
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Capítulo 1 El Hombre del Río

La lluvia había cesado, pero la tierra seguía blanda, como si se negara a soltarlo. El barro le cubría los pies, pegajoso, como si quisiera retenerlo un poco más antes de dejarlo ir. Elías avanzaba con dificultad, los brazos llenos de rasguños, los músculos tensos, el pecho ardiendo a cada respiración.

Había estado corriendo durante horas. O tal vez días. El tiempo en el bosque no se mide como en el mundo de los relojes. La maleza le había abierto la piel, los insectos zumbaban como si conocieran su historia. No sabía si lo perseguían o lo escoltaban.

De pronto, los árboles se abrieron hacia una curva del río. Agua limpia. Fluida. Como una promesa. Elías se dejó caer de rodillas y metió las manos con torpeza, bebiendo con desesperación. Sentía que si cerraba los ojos ahora, no volvería a abrirlos. Sus dedos removieron la grava como si buscaran algo enterrado allí. Algo perdido hacía mucho.

El motor de una camioneta rugió a lo lejos.

Una figura se acercaba por el camino de tierra: un vehículo oscuro, de doble cabina, deslizándose con esfuerzo por el lodo. El conductor -un hombre mayor, canoso, solo- parecía no ver el tronco semicaído que obstaculizaba el sendero.

Elías se puso en pie de golpe, tambaleante.

-¡Cuidado! -gritó, pero su voz se quebró, apenas un murmullo en el aire húmedo.

Corrió sin pensar. Solo reaccionó. El tronco cedía, el neumático lo rozó, la camioneta se desestabilizó. Elías llegó justo a tiempo para abrir la puerta del conductor, tirar del hombre hacia afuera y rodar con él por la pendiente. Hubo un golpe seco, seguido del chillido del metal al estrellarse contra una roca.

Silencio.

Después, solo el sonido constante del río.

Un recuerdo le nubló la mente:

Corre.

Una voz sin rostro. Una mano que lo empuja en la oscuridad.

No mires atrás.

El chirrido de una puerta metálica. El olor del encierro: aceite viejo, humedad rancia, sangre reseca.

Una cadena arrastrándose. Un grito sofocado.

Y luego... nada.

El hombre que había salvado respiraba con dificultad. Tenía la camisa rasgada y la frente ensangrentada, pero estaba consciente. Se incorporó despacio, aturdido. Miró a Elías como si no supiera si estaba viendo a un muchacho... o a un fantasma.

-¿Cómo te llamas?

Elías guardó silencio. No por desconfianza. Sino porque la pregunta lo atravesaba. Como si nombrarse fuera traicionar algo que aún no recordaba del todo.

-No tienes que decirlo -agregó el hombre, con voz más suave-. Pero me salvaste la vida. Y eso no se olvida.

No era un patrón común. Se notaba en la forma en que lo miraba, sin arrogancia ni lástima. Como si él también hubiera estado al borde, alguna vez.

-¿Tienes dónde dormir?

Elías negó con la cabeza, apenas un movimiento.

-Entonces ven conmigo.

Viajaban en silencio por un camino estrecho. La camioneta aún podía moverse, aunque con un faro roto y la carrocería abollada. Elías iba en el asiento trasero, envuelto en una manta que el hombre encontró entre herramientas. Afuera, los árboles pasaban lentos, borrosos. Adentro, el aire olía a humedad, a cigarro barato, a barro recién removido.

-Eres fuerte -dijo el conductor, sin apartar la vista del camino-. Pocos se lanzan al barro por un desconocido.

Elías no contestó. Se aferraba a la manta como si eso lo mantuviera unido a su cuerpo. Como si el frío no viniera de afuera.

-Me llamo Renato. Renato Altamirano.

El nombre no significó nada para él. O no todavía.

Renato dio una calada profunda antes de continuar:

-No sé de dónde vienes, pero si lo que buscas es una oportunidad... puedo darte una.

Elías alzó la vista. Lo observó desde el espejo retrovisor. Sus ojos eran oscuros, llenos de cansancio. Y vacíos.

-¿Por qué?

Renato lo miró de reojo. No respondió de inmediato. Bajó la velocidad al llegar a una curva y murmuró, como si hablara consigo mismo:

-A veces uno ayuda a quien no conoce... porque no pudo salvar a quien sí.

La casa era grande, silenciosa. Las luces cálidas contrastaban con la noche húmeda. Elías entró como si pisara un territorio prohibido. La habitación que le asignaron era modesta, pero limpia. Una cama tendida. Una toalla. Pan recién horneado sobre un plato. Agua caliente en una jarra. Nadie preguntó su nombre. Nadie intentó tocarlo.

Se quedó de pie por unos segundos, sin saber si sentarse, dormir o salir corriendo. Luego se quitó la camisa con lentitud. En su espalda, las cicatrices se extendían como un mapa de lo que no se dice. No parecían recientes. Pero tampoco lejanas.

Se acercó al espejo del baño. Se miró. Algo en su rostro le resultaba ajeno. Como si aún no fuera suyo. Como si estuviera ocupando un cuerpo prestado.

Y entonces, desde un rincón oscuro de su memoria, o de su conciencia, surgió una voz suave, casi infantil, que apenas susurró:

Tú no eres nadie.

Elías bajó la mirada. No respondió. Pero dentro de él, algo empezaba -muy lentamente- a despertar.

            
            

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