Elías ya llevaba tres días en ese lugar, tres días en los que las paredes se habían ido llenando de recuerdos ajenos, de miradas que no lograba descifrar y de una incomodidad que no terminaba de acomodarse. La casa Altamirano no era solo grande, era imponente. Y había algo en su tamaño, en su frialdad, que le recordaba a los muros del galpón de su niñez, aquellos que lo habían rodeado hasta que la desesperación lo obligó a huir. Aunque en esta casa todo parecía más suave, más disimulado, menos explícito. Aquí el sufrimiento no se veía, se insinuaba.
Esa mañana, Nina lo había enviado a la galería del fondo para limpiar. Era una orden simple, pero como todo en esa casa, había algo más oculto tras ella. "La galería del fondo", dijo Nina con su voz áspera, como si aquella parte de la casa estuviera sepultada por más que solo polvo. Le dio un trapo y lo miró como si supiera que Elías nunca cuestionaría nada, como si no le hiciera falta. Como si ya le hubiese entregado suficiente poder sobre él sin necesidad de palabras.
Elías había intentado pasar desapercibido desde su llegada. No necesitaba llamar la atención. Prefería la soledad. Sin embargo, todo en esa casa lo invitaba a mirar más allá de lo visible, a descubrir los secretos que se ocultaban entre cada pliegue de las cortinas pesadas y cada sombra en las paredes. Había algo de la mansión que no encajaba, algo que no podía precisar, pero que lo inquietaba. Tal vez era el hecho de que todos parecían estar jugando una partida de ajedrez, moviéndose con precisión y frialdad, y Elías estaba solo como una ficha.
Cuando llegó a la galería, lo primero que notó fue el aire denso y estancado. La habitación estaba plagada de recuerdos que nadie quería recordar. Los muebles, cubiertos con sábanas amarillas, se amontonaban uno sobre otro, como si fuera una tienda de antigüedades abandonada. El polvo cubría todo, y la luz que entraba por las ventanas altas solo lograba resaltar más las motas flotantes en el aire, haciendo que todo se sintiera aún más antiguo. El silencio era absoluto, roto solo por el crujir del suelo bajo sus pies. Elías respiró hondo y se adentró.
Recogió la escoba y comenzó a barrer, pero su mirada no dejaba de vagar por la habitación. Los retratos en las paredes, de personas que no conocía, le parecían inquietantes. Algunos estaban opacados por la falta de luz, otros apenas visibilizaban detalles. En la penumbra, los rostros de los retratos se volvían sombras distorsionadas, como si se burlaran de él.
Fue entonces cuando lo vio. Un pequeño joyero de madera, algo escondido entre libros antiguos. La madera estaba gastada, pero aún mantenía un brillo tenue. Elías se acercó, sin saber por qué. Algo en su interior le decía que debía mirarlo, que debía tocarlo. Lo levantó con cautela, como si fuera un objeto sagrado, y al abrirlo, encontró una medalla gastada, una pieza que parecía haber sido arrancada de algo más grande. En ella, grabadas las letras "R.A.". El aire pareció volverse más denso a su alrededor, y una extraña sensación de reconocimiento lo invadió. Sus manos temblaron mientras sostenía la medalla.
Un flash de su pasado lo atravesó: un niño corriendo, un olor a aceite rancio, gritos, y luego, silencio. Elías cerró los ojos con fuerza y apartó el objeto de su vista. La imagen desapareció tan rápido como llegó, pero la sensación permaneció. Sintió como si alguien lo estuviera mirando, como si esa medalla hubiese sido puesta allí para que él la encontrara, como si alguien en esa casa quisiera que él supiera algo. Algo que aún no entendía.
Rápidamente, volvió a colocar la medalla en el joyero y lo cerró con fuerza. Dejó el objeto en el mismo lugar donde lo había encontrado y salió de la galería, sin atreverse a mirar atrás.
En ese mismo instante, Nina apareció en el umbral de la puerta. La había estado observando, en silencio. Elías la miró, y por un momento, ambos se quedaron ahí, frente a frente. No hubo palabras por un largo segundo. Solo la mirada fija de Nina, que no dejaba de analizar cada uno de sus movimientos.
-¿Qué haces aquí? -preguntó, su voz cortante como un filo de cuchillo.
Elías, aún con la sensación de incomodidad por el hallazgo, respondió con tranquilidad, sin dejar ver su sorpresa.
-Estoy limpiando, como me dijo.
Nina no dijo nada más. Se acercó a la ventana, corrió la cortina con un gesto impersonal, como si también quisiera dejar que el aire se colara en la habitación y disipara cualquier tensión. Cuando lo hizo, la luz que entró reveló más de los detalles de la habitación, resaltando los libros envejecidos y las sillas cubiertas de polvo. Elías sintió que su presencia ahí era casi una violación, como si todo en la casa estuviera tratando de mantenerse oculto a la luz.
Nina lo observó unos segundos más y, sin cambiar su expresión, dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
-La galería no es para nadie, Elías -dijo antes de irse, con una última mirada en su dirección-. No todo lo viejo necesita ser revivido.
Elías se quedó allí, mudo. La frase retumbó en su mente mientras la puerta se cerraba tras Nina, dejando una vez más al joven en esa mansión plagada de secretos.
Esa noche, después de cenar en silencio con la familia, Elías salió al patio trasero. Necesitaba aire. No entendía por qué se sentía tan desbordado por cosas que parecían tan simples. Como ese joyero. O como las miradas furtivas de Victoria, que siempre lo evitaban, pero que él podía sentir como una constante presión en su pecho.
Caminó entre las sombras del jardín, donde los árboles se alzaban como figuras espectrales, y luego se detuvo junto a una de las paredes. La casa se alzaba a su lado, enorme, casi amenazante. Sin previo aviso, vio a Victoria en la distancia, caminando sola por el césped. Su figura se movía con gracia, pero había algo en su postura que denotaba incomodidad, algo que Elías no pudo precisar.
Por un momento, se quedó observándola desde la penumbra, sin ser visto. Victoria no parecía estar al tanto de su presencia. Su rostro estaba ensimismado, pensativo. La luz de la luna la bañaba parcialmente, creando una aureola suave a su alrededor. Él observó cada uno de sus movimientos, como si estuviera viendo una pintura inalcanzable. Los pocos pasos que ella daba parecían más un reflejo de su incomodidad que de una tranquila caminata nocturna.
La noche se alargó mientras Elías permaneció allí, inmóvil, esperando a que ella pasara, esperando a que, en algún momento, la distancia entre ellos se deshiciera. Pero no ocurrió. Victoria siguió su camino, sin que él se atreviera a dar un solo paso hacia ella.
La casa, su casa, lo observaba desde las sombras, tal como lo hacía Victoria. Y en algún rincón, Elías sintió que, tarde o temprano, esa quietud lo devoraría.