Capítulo 2 Huir no siempre es rendirse

PRUE

El avión aterrizó con un golpe seco que me sacudió hasta los huesos. Por un momento, creí que el piloto había olvidado frenar. Aferré con fuerza los apoyabrazos mientras el ala izquierda rozaba un velo de nieve que flotaba como cenizas en el aire. "Alaska". El nombre me sabía a silencio y a soledad, justo lo que estaba buscando.

Apagué mi celular antes de que terminara de encenderse. No quería leer mensajes de compasión disfrazados de interés, ni mucho menos otra llamada de mi madre.

-"Te lo advertí, Prudence. Ese muchacho es para ti."

-"Los sueños no alimentan a nadie..."

-"¿Cómo piensas vivir sin volver a casa?"

La voz de mi madre me perseguía más que el recuerdo de Abraham. Y eso ya era decir mucho.

Bajé del avión con la maleta en una mano y mi dignidad arrastrándose detrás. El frío fue lo primero que me golpeó en la cara. El segundo golpe fue el paisaje: montañas infinitas, árboles congelados, y un cielo gris que parecía presagiar tormentas. Todo era tan ajeno, tan inmenso... tan perfecto para desaparecer.

Una mujer me esperaba con un cartel: "Prudence White – Star Resort". Llevaba gafas oscuras, aunque el sol brillaba por su ausencia.

-¿Eres tú? -me preguntó, sin moverse del lugar.

-Sí, soy yo.

Me observó de arriba abajo, como si buscara algo que no encontró.

-Sube. El jefe no tolera retrasos.

El "jefe". Así llamaban a Diego Star, el magnate detrás del resort donde iba a empezar de cero. Había leído todo sobre él antes de postular al puesto: multimillonario, soltero, despiadado en los negocios. Un Dios del lujo, con una sonrisa que podía romper contratos... y corazones. Pero, sinceramente, yo no estaba aquí por él.

O eso me repetía.

El trayecto fue largo. El camino al resort se abría entre bosques nevados y acantilados cubiertos por niebla. El edificio apareció de pronto, como una visión. Era majestuoso: madera oscura, grandes ventanales, techos inclinados. Parecía sacado de una postal... o de un sueño que ya no me pertenecía.

-Aquí es. -La mujer apagó el motor sin más-. La oficina de personal está a la derecha.

-Gracias -susurré, pero ya no me estaba escuchando.

Entré temblando, no sabía si por el frío o por los nervios. Una recepcionista de sonrisa perfecta me entregó mi tarjeta de empleada y un uniforme pulcro.

-Tu habitación es la 103. El jefe quiere conocerte antes de que empieces.

-¿Ahora?

-Ahora.

Me guiaron a través de un pasillo largo, decorado con obras de arte minimalistas y perfume caro flotando en el aire. Al fondo, una puerta negra con letras plateadas: "Diego Star – Dirección General".

Toqué suavemente.

-Adelante -dijo una voz grave desde dentro.

Entré.

Él estaba de pie junto a una ventana, de espaldas, observando el bosque nevado. Traje oscuro, postura firme, copa de vino en la mano. Cuando se giró, sus ojos me atraparon como un imán: grises, fríos, impenetrables.

-Prudence White -dijo, sin emoción.

-Prue -dije, -. Es que Prudence es la forma en que me llama mi madre cuando quiere echarme algún lio en cara - Me sentí tan infantil aclarando esto que me puse colorada.

-Pensé que no vendrías.

-¿Disculpe?

-Muchos vienen huyendo. Pocos se quedan.

Sentí un nudo en el estómago. Él no me conocía, y ya parecía haber leído mi historia completa.

-Yo no estoy huyendo -mentí.

Sonrió apenas, como si supiera la verdad.

-¿Sabes cuál es la diferencia entre un lugar para esconderse y uno para empezar de nuevo?

Negué con la cabeza.

-La intención.

Guardó silencio. Luego caminó hacia su escritorio, dejó la copa y me miró directo a los ojos.

-No me interesan tus dramas personales, White. Aquí se trabaja duro, y se callan los problemas. Si viniste a llorar, el bosque es amplio. Si viniste a servir, bien. Pero no esperes trato especial. ¿Entendido?

Tragué saliva.

-Entendido, señor Star.

-Bien. Mañana empiezas a las seis. Que descanses.

Salí de la oficina con el corazón latiendo en las sienes. Aquel hombre era hielo envuelto en piel y elegancia. No había nada en él que me resultara cálido... y aun así, algo en su forma de hablarme me había dejado temblando por dentro.

Mi habitación era pequeña, pero cálida, había otras camas vacías, y cada una tenía un estante así que suponía que compartiría el dormitorio eventualmente con alguien. Desde la ventana podía ver el bosque nevado, blanco y espeso como una mentira. Me senté en la cama, abracé mis rodillas y cerré los ojos.

No lloré. Ya no me quedaban lágrimas.

Solo quería dormir, trabajar, y olvidar.

Pero algo me decía que no iba a ser tan fácil. No con Diego Star rondando mis días.

Y mucho menos, mis noches.

            
            

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