img

El CEO infértil y su Esposa millonaria.

Escritora Rouss
img img

Capítulo 1 PRÓLOGO

PRÓLOGO.

La muerte tiene una manera cruel de desnudar lo importante. De convertir lo urgente en esencial. Lo evidente, en invisible.

Elliot Connor lo entendió demasiado tarde.

Frente a él, los monitores del hospital brillaban con luces intermitentes, pitando como un reloj que marcaba el final de un imperio.

La habitación olía a desinfectante y rosas marchitas, como si la vida y la muerte hubieran acordado coexistir solo por un instante más.

En la cama, su abuela -la temida, la indomable, la magnate Margaret Connor- apenas era una sombra de sí misma. Frágil, pequeña, con la piel tan delgada como el papel de las acciones que alguna vez dirigió con puño de hierro.

Él no lloraba. No podía.

Demasiado entrenado para contener emociones, suficientemente orgulloso para mostrar grietas. Era el CEO de Connor Enterprises. El heredero de una dinastía. El niño huérfano que ella moldeó en hierro y acero. El mismo que, a los treinta y tres años, lo tenía todo... y lo perdía todo al mismo tiempo.

-"Ella... es buena, Elliot..." -musitó su abuela aquella tarde gris, con la voz debilitada por la morfina y los recuerdos. Sus dedos temblorosos apenas rozaban la sábana-. "Ella... me hace sentir en paz. Cásate con ella... Por mí. Por ti y dale a mi mundo... un bisnieto que lo ilumine."

Él no respondió. Solo apretó los dientes y asintió. Porque decir que no era romper el único vínculo que aún lo mantenía humano. Porque la última voluntad de una mujer como Margaret Connor no se cuestionaba. Se cumplía.

Y así, con el peso de una promesa en el pecho, Elliot selló el principio de su condena.

La conocía. Al menos de vista.

Yessica Acebedo.

Doctora. Especialista en cuidados paliativos. Voz suave, ojos luminosos, de esos que parecen ver más de lo que muestran. Una presencia serena entre el caos del hospital.

Leía en voz alta a los pacientes. Les cantaba bajito a los que estaban solos. Era la mujer que se detenía a ajustar una almohada o a tomar una mano cuando nadie más lo hacía.

Yessica era invisible en el mundo de Elliot.

Hasta que dejó de serlo.

Cuando su abuela pronunció ese nombre, algo en él se removió. No era una desconocida. La conoció hace mucho, sí. Pero nunca la había determinado. No en serio. No como ella lo había mirado a él durante años.

Ella sí lo recordaba.

Recordaba la primera vez que lo vio entrar al hospital siendo un paciente interno de rostro altivo y palabras cortantes y ella apenas un médico residente.

Recordaba cada palabra que él soltó cuando la defendió ante todos los que se dedicaban a humillarla, cada mirada que no le devolvió, cada sonrisa que ella se guardó en silencio como un secreto.

cómo su voz retumbó como un trueno entre pasillos fríos. Recordaba cada vez que cruzaron palabra, cada encuentro breve donde él no supo -ni quiso- ver lo que brillaba en sus ojos.

La ceremonia fue rápida. Sin romanticismo. Sin aplausos ni promesas. Solo un pacto frente a un juez de paz. Un papel firmado bajo la mirada complacida de una anciana que moriría creyendo que su legado estaría a salvo.

Y Elliot... Elliot regresó a sus números, sus juntas, sus demonios. Sin darle más importancia a la mujer que ahora llevaba su apellido.

Pasaron tres años en los que Yessica lo amó en silencio y esperó en vano.

Esperó que Elliot la mirara no como una estrategia legal, sino como mujer. Que alguna noche, cansado del vacío, la buscara. Que alguna palabra suya fuera más que una orden. Que su cama, tan grande y tan fría, la reclamara por necesidad o cariño.

Pero el amor que ella sentía fue enterrado bajo la indiferencia de un hombre que se creía incapaz de sentir.

Elliot nunca la golpeó. Nunca alzó la voz. Pero la ignorancia constante, el desprecio velado y los silencios hirientes eran cuchillas que cortaban lento. Y aún así, ella resistió. Por respeto. Por esperanza... Por amor.

Hasta que llegó el milagro.

Una prueba. Dos líneas. Un nuevo corazón latiendo en su vientre. Una vida pequeña, brillante, inesperada. La herencia viva de una mujer que dentro de poco ya no estaría más.

Pero Elliot no lo vio como un milagro. Lo vio como una amenaza.

Una cicatriz en su pasado -un diagnóstico que lo marcó a fuego- decía que era estéril. Imposible. Incompatible. Y, por tanto, una traición.

-"No es mío" -dijo, frío como el suelo del despacho donde la enfrentó-. "No juegues conmigo, Yessica. No te atrevas."

Y ese día, algo en ella murió.

Sin escándalos, sin lágrimas, sin reproches... se fue.

Él creyó que era definitivo. Siguió con su vida. O al menos, lo intentó. Enterró su nombre como un error más, junto a todos los proyectos fallidos, junto a las amistades traidoras, y a las noches vacías de significado.

Hasta que la verdad emergió. Como una aguja que pincha en la noche. Como un fuego que no pide permiso.

El hijo sí era suyo. El milagro era real. Y el destino burlón, le mostró lo que había perdido: no solo a la mujer que lo amó en secreto durante media vida, sino también al hijo que tanto había deseado... y que había negado por orgullo.

Y como si eso no bastara, Elliot descubrió otra verdad.

Yessica Acebedo no era una doctora más. No era una mujer sencilla, huérfana, agradecida por su caridad.

Era la heredera del apellido Acebedo. Nieta de Ramiro Acebedo, el hombre que construyó un imperio silencioso, una red de clínicas privadas, farmacéuticas, inversiones en cuatro continentes. Una fortuna que siempre fue discreta, casi invisible... hasta ahora.

Ella nunca necesitó de su apellido, su dinero ni de su poder.

Solo quiso su amor... Y él no supo dárselo.

Ahora, con el alma hecha trizas y el imperio a punto de caer, Elliot Connor enfrenta la única batalla que no puede ganar con dinero ni estrategias.

La batalla por recuperar a la mujer que amó sin ser amada. Por abrazar al hijo que nació y creció lejos de él, ese que su lleva su sangre, pero no su apellido.

Y por redimirse ante un pasado que no puede reescribirse.

Esta no es una historia de amor perfecta.

Es una historia de segundas oportunidades. De errores irreparables. De orgullo, heridas y redención.

Porque a veces, los últimos deseos no solo dictan herencias. Cambian el curso de una vida.

Y Elliot está a punto de descubrir que el legado más valioso no se mide en acciones ni en capital. Se mide en la capacidad de amar... cuando ya no queda nada más.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022