La Dignidad no se Vende
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Capítulo 1

La casa de Triana olía a jazmín y a tristeza.

El aviso de embargo llegó una mañana gris, aplastando las últimas esperanzas de mi madre.

Mi padre había muerto hacía poco, dejando deudas que nos ahogaban.

Yo, Isabella Moreno, con dieciocho años y un título de diseño recién empezado, sentí el peso del mundo.

Mi abuela, sentada en su mecedora, rezaba en voz baja, aferrada a un rosario.

"Algo haremos, Isa," dijo mi madre, pero sus ojos no tenían brillo.

La almoneda era inminente. Perderíamos nuestro hogar, los recuerdos.

Fue entonces cuando apareció la oferta, a través de un conocido de la familia con contactos en Madrid.

Un tal Ricardo Vargas, constructor, poderoso.

Necesitaba una acompañante discreta, una imagen. Ofrecía una suma que salvaría la casa.

El "acuerdo" era claro, aunque nadie pronunció las palabras exactas.

Mi dignidad gritaba, pero el rostro de mi madre y el temblor de mi abuela me decidieron.

"Lo haré," dije, con la voz rota.

El sacrificio era el único camino.

Ricardo Vargas me instaló en un ático en el Barrio de Salamanca.

Lujo frío, impersonal. Mármol y cristal por todas partes.

Tenía treinta y ocho años, carismático a primera vista, pero con una mirada que calculaba.

Me compró ropa de diseñadores que apenas conocía, joyas de Carrera y Carrera que pesaban en mi cuello, un Mini Cooper que apenas sabía conducir.

Un día, hablando de mi abuela, mencioné los jazmines de nuestro patio en Triana.

Al día siguiente, me llevó a una finca cerca de Aranjuez.

"Es tuya," dijo, señalando hectáreas de jazmines. "Para que no extrañes Sevilla."

Me pareció un gesto enorme, casi romántico.

Cuando cogí una gripe fuerte, canceló un viaje de negocios a Dubái.

Se quedó a mi lado, cambiándome los paños fríos, trayéndome sopa.

En mi vigésimo cumpleaños, me llevó a Noruega. Vimos las auroras boreales.

Bajo el cielo verde y danzante, juró que me amaba.

"Eres todo para mí, Isa."

Yo, joven, inexperta, me lo creí. Pensé que vivía un cuento de hadas, que el dinero había traído un amor inesperado.

Confundí su opulencia con cariño, su posesividad con protección.

Un día, sonó el teléfono del ático. Una voz femenina, elegante y fría.

"Isabella Moreno, soy Carmen Sandoval. Necesito verte."

Me citó en el Hotel Palace, en el bar.

Carmen era la personificación de la riqueza antigua, de viñedos en La Rioja. Hermosa, impecable, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

La exnovia de Ricardo. Había vuelto de un MBA en Londres.

"Querida," empezó, sin rodeos, "Ricardo es un hombre de costumbres. Y yo soy su costumbre favorita."

Dejó un maletín sobre la mesa. Lo abrió. Billetes. Muchos.

"Tres millones de euros," dijo, como si hablara del tiempo. "Para que desaparezcas. Él siempre vuelve a mí."

Su desdén era palpable. Me miraba como si yo fuera un insecto.

Carmen sonrió, una sonrisa afilada.

"Hagamos una pequeña prueba, si no me crees."

Sacó su móvil, un modelo carísimo.

"Le enviaremos un mensaje a Ricardo. Ambas. A la vez."

Me dictó lo que debía escribir. Su plan era cruel, preciso.

Ella escribiría: "Mi coche se ha averiado en la M-30, cerca del Bernabéu. Necesito ayuda."

Yo, coaccionada, escribí: "He tenido un pequeño accidente de coche, estoy asustada."

Enviamos.

El corazón me latía con fuerza. Una parte de mí, la ingenua, aún esperaba que Ricardo eligiera mi mensaje.

El móvil de Carmen sonó primero. La voz de Ricardo, clara, preocupada.

"Carmen, cariño, ¿dónde estás? Voy para allá."

Mi móvil vibró un instante después. Un mensaje de texto. Frío, distante.

"Espero no sea grave. Estoy ocupado."

Carmen guardó su móvil, su expresión era de sádica satisfacción.

"¿Ves? No eres nada para él."

Luego, empezó a hablar, y cada palabra era un golpe.

"El viaje a Noruega, ¿te gustó? Fuimos hace cinco años. Mismo hotel, mismas auroras."

Me quedé helada.

"¿La finca de jazmines? Preciosa, ¿verdad? A mí me regaló una tienda de antigüedades en el Rastro porque dije que me gustaban las cosas viejas."

Siguió, implacable.

"Incluso el perro que adopté, un chucho horrible. Ricardo es alérgico, pero lo toleró por mí. Por ti, no movería un dedo si no le conviene."

Comprendí la verdad en toda su crudeza. No era un cuento de hadas. Era una sustituta. Un reemplazo.

Una manera de llenar el vacío que Carmen había dejado.

Los gestos grandiosos, las palabras de amor, todo era un eco de lo que había sentido por ella.

El dolor era tan intenso que apenas podía respirar.

Mis manos temblaban. Tomé el maletín. El dinero quemaba.

"De acuerdo," susurré.

Salí del Palace aturdida, con los tres millones en la mano.

Llovía a cántaros, una lluvia fría que calaba los huesos.

Justo cuando llegaba a la acera, un Porsche Cayenne color vino aceleró a mi lado.

Carmen Sandoval al volante. Me miró, sonrió con malicia y giró bruscamente hacia un enorme charco.

El agua sucia y helada me empapó de pies a cabeza.

"Así aprenderás cuál es tu sitio, niñata de provincia," gritó, antes de desaparecer entre el tráfico.

Humillada, temblando de frío y rabia, me quedé allí, en medio de la calle, con el dinero en una mano y el corazón hecho pedazos.

El móvil sonó en mi bolsillo. Era mi antigua profesora de la escuela de diseño de Sevilla.

"Isa, ¿recuerdas la beca para la academia en Roma? Ha habido una vacante de última hora. Es tuya si la quieres."

Roma. Lejos de Ricardo, lejos de Carmen, lejos de esta farsa.

"Sí," dije, con una voz que apenas reconocí, pero firme. "La acepto."

Era hora de despertar.

            
            

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