Sabor amargo del olvido
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Capítulo 3

Las lágrimas de humillación pugnaban por salir, pero Sofía las contuvo.

No les daría esa satisfacción.

Cuando Mateo e Isabella desaparecieron en la oficina, Sofía respiró hondo.

Fue al baño y se puso agua fría en la quemadura.

Le dolía, pero el dolor emocional era peor.

Regresó y, con la mano sana, comenzó a limpiar la yerba y el agua del suelo.

Sus compañeros la miraban con compasión.

Una de las asistentes más antiguas, Laura, se acercó discretamente.

"Sofía, no te lo tomes personal. Esa mujer es una arpía. Y Mateo... bueno, parece que está ciego."

Otra compañera, más joven, asintió.

"Ten cuidado, Sofía. Parece que Isabella te tiene entre ceja y ceja."

Sofía les agradeció con una sonrisa forzada.

Sabía que tenían razón.

Pero lo que más le dolía era la actitud de Mateo.

El hombre que una vez confió en ella ciegamente, que valoraba su criterio, ahora la reprendía sin siquiera escucharla.

¿Acaso la felicidad de Isabella era lo único que le importaba, incluso a costa de la injusticia?

Terminó de limpiar y volvió a su escritorio.

Intentó concentrarse en su trabajo, pero la mano le palpitaba y su mente no dejaba de dar vueltas.

El resto de la tarde pasó en una neblina de dolor y decepción.

Cuando finalmente llegó la hora de irse, recogió sus cosas sintiendo un enorme alivio.

Unos días más y todo esto terminaría.

Estaba llegando a su pequeño monoambiente cuando sonó su teléfono.

Era Mateo.

Su corazón dio un vuelco. ¿Se disculparía?

"Sofía," dijo él, con su tono habitual de jefe. "Isabella se olvidó su chalina de seda en la oficina. Y necesita unas pastillas para la jaqueca que tiene en mi departamento. ¿Podrías pasar por casa, recoger las pastillas y llevárselo todo a su penthouse? Te enviaré la dirección."

Ni una palabra sobre el incidente del mate. Ni una pregunta sobre su mano.

Sofía cerró los ojos.

"Sí, Señor Vargas."

El departamento de Mateo en Recoleta había sido transformado.

Si antes era elegante y masculino, ahora parecía el showroom de una revista de decoración ostentosa.

Todo era blanco, dorado y rosa pálido.

Flores frescas por todas partes, del tipo que Isabella prefería.

Mateo la esperaba en la sala.

Llevaba ropa informal, pero Sofía notó la tensión en sus hombros.

Cuando ella entró, él reparó en la venda que ahora cubría su mano quemada.

Una leve sombra de preocupación cruzó su rostro, pero desapareció rápidamente.

"¿Qué te pasó en la mano?"

"Nada importante. Un pequeño accidente doméstico." No iba a darle detalles.

Él asintió, como si no quisiera saber más.

"Bueno... eh... lamento lo de hoy en la oficina. Isabella a veces es un poco... temperamental."

No era una disculpa, sino una justificación.

"Aquí tienes las pastillas." Le entregó un blíster. "Y la chalina está sobre el sofá."

Sofía recogió ambas cosas.

"Gracias por venir. Tómate mañana libre, si quieres. Para compensar."

Compensar. Otra vez esa palabra.

Sofía estaba a punto de decirle que de todas formas en pocos días se iría, que su renuncia ya estaba aprobada.

Pero él la interrumpió.

"Ah, y una cosa más." Sacó una tarjeta de crédito de su cartera. "Isabella quiere organizar una gran fiesta en la estancia de la familia el próximo fin de semana. Para celebrar su regreso. Quiero que te encargues de todos los preparativos. Aquí tienes, sin límite de gastos."

Le tendió la tarjeta.

Sofía la tomó, sintiéndose como una autómata.

Organizar una fiesta para la mujer que la humillaba, pagada por el hombre que amaba y que la trataba con indiferencia.

La ironía era cruel.

"Entendido, Señor Vargas."

Se dio la vuelta para marcharse.

Al pasar por la puerta del dormitorio principal, que estaba entreabierta, escuchó la voz de Isabella.

"¿Mateíto, eres tú, mi amor? ¿Ya se fue esa?"

Y luego la voz de Mateo, suave, cariñosa, llena de una ternura que Sofía nunca había conocido de él.

"Sí, mi vida. Ya se fue. Ahora solo somos tú y yo."

Sofía apretó la tarjeta de crédito en su mano quemada.

El dolor físico era agudo, pero nada comparado con el dolor que sentía en el alma.

Comprendió que a Mateo no le importaba su dolor porque, sencillamente, no la amaba.

Si la hubiera amado, aunque fuera un poco, habría visto su sufrimiento.

Pero él solo tenía ojos para Isabella.

Sofía fue a una farmacia de guardia para que le curaran bien la quemadura.

Era de segundo grado. Necesitaría cuidados.

Llegó a casa exhausta.

A la mañana siguiente, un correo detallado de Isabella llegó a su bandeja de entrada.

Instrucciones precisas para la fiesta: flores exóticas, catering de un chef de moda, una banda en vivo, decoración temática...

Todo excesivo, todo carísimo. Todo al gusto de Isabella.

Sofía suspiró y se puso a trabajar.

Pasó los siguientes días inmersa en llamadas, presupuestos y coordinaciones.

Apenas dormía. Apenas comía.

La estancia de los Vargas, en las afueras de Buenos Aires, era un lugar hermoso, lleno de recuerdos agridulces para Sofía.

Había pasado allí algunos fines de semana con Mateo, en secreto.

Momentos de intimidad robada que ahora parecían un sueño lejano.

El día de la fiesta, todo estaba listo.

Impecable. Como siempre que Sofía se encargaba de algo.

Los invitados comenzaron a llegar. La alta sociedad porteña en pleno.

Isabella hizo una entrada triunfal del brazo de Mateo.

Llevaba un vestido despampanante, joyas que brillaban.

Todos la elogiaban, la felicitaban.

Mateo la miraba con adoración.

Sofía, de pie en un rincón, supervisando que todo marchara bien, se sentía invisible.

Escuchó a un grupo de mujeres comentar.

"Mateo está loco por ella. Siempre lo estuvo."

"Dicen que cuando Isabella se fue a Europa, él casi se muere de tristeza."

"Le ha comprado un departamento nuevo, un auto deportivo... la trata como a una reina."

"Y cuando alguien se atrevía a hablar mal de Isabella en su ausencia, Mateo los ponía en su sitio sin miramientos."

Sofía sintió un escalofrío.

Él la protegía a ella. A Isabella.

A Sofía, en cambio, la dejaba desprotegida ante los caprichos y la crueldad de su amada.

            
            

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