El Despertar de la Reina de los Ladrillos
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Capítulo 3

Me encerraron en el apartamento que compartíamos. Mateo se aseguró de que no tuviera forma de comunicarme con el exterior, de que no pudiera interferir en su gran día, la inauguración oficial de la Torre Solara.

Pero se olvidó de algo.

En el fondo de un armario, cubierto de polvo, estaba mi viejo portátil. El que usaba en la universidad.

Tardó una eternidad en encenderse. Recé para que la conexión a internet funcionara.

Funcionó.

Abrí el correo. Solo había una dirección que necesitaba.

"Primo, necesito ayuda".

Envié el mensaje a Alejandro Romero.

La respuesta fue casi instantánea.

"Dime qué necesitas, Sofía. Lo que sea".

Le conté todo. La humillación, el plagio de mis diseños, la traición, el móvil roto, la amenaza. No omití ningún detalle.

Mientras esperaba su siguiente respuesta, un odio frío y puro se apoderó de mí. Me levanté y empecé a recorrer el apartamento, nuestro nido de amor.

Cogí la foto de nuestra primera cita y la rompí en mil pedazos. Cogí los libros de arquitectura que le había regalado y arranqué las páginas. Fui a su armario, saqué sus trajes caros, los que había comprado con el dinero que yo generaba, y los corté con unas tijeras de cocina.

Cada objeto, cada recuerdo, lo destruí. No con furia, sino con una precisión metódica. Era una purga. Estaba borrando a Mateo de mi vida.

Cuando estaba a punto de prender fuego a un montón de sus camisas en la chimenea, la puerta principal se abrió.

Eran Mateo e Isabel. Entraron riendo, abrazados. Se detuvieron en seco al ver el caos.

"¿Qué coño has hecho?", gritó Mateo, su rostro pálido.

"Limpieza", respondí, mi voz era hielo.

Isabel miró a su alrededor con desprecio. "Está loca. Te lo dije, Mateo".

Se acercó a la maleta que yo había preparado con mis pocas pertenencias.

"A ver qué te llevas", dijo, abriéndola de un tirón. Hurgó en mi ropa. "¿Esto es todo lo que tienes? Qué patética".

De repente, Isabel tropezó. O más bien, fingió tropezar. Se cayó al suelo con un grito ahogado, agarrándose el vientre.

"¡Ay! ¡Mi bebé!", gimió, mirando a Mateo con los ojos llenos de lágrimas.

Mateo corrió hacia ella. "¿Bebé? ¿Estás embarazada?".

Ella asintió, sollozando. "Sofía me ha empujado. Quería hacerme daño".

Mateo se levantó, sus ojos inyectados en sangre. Se abalanzó sobre mí.

"¡Pídele perdón! ¡Ahora mismo!".

"Yo no la he tocado", dije, sin retroceder.

"¡Pídele perdón o te juro que te mato!".

"Estás ciego, Mateo. Es una manipuladora".

Su respuesta fue sacar su teléfono. Con unos pocos toques, me mostró la pantalla. Había enviado las fotos y el vídeo a todos los blogs de arquitectura y a la prensa del corazón de Madrid.

"Se acabó", dijo con una sonrisa cruel. "Mañana, cuando se inaugure la torre, todo el mundo sabrá la clase de zorra que eres. Estás acabada".

Me empujó dentro de mi habitación y cerró la puerta con llave.

"Disfruta del espectáculo desde aquí", gritó desde el otro lado.

Oí sus risas mientras se marchaban, dejándome encerrada en la oscuridad. Pero no sentía miedo. Solo una calma aterradora. El plan ya estaba en marcha.

                         

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