Me mudé a la finca de Mateo tres meses antes de la boda.
Era una enorme extensión de olivos en Andalucía, bañada por un sol que parecía eterno. Mateo, mi prometido, me esperaba en la puerta de la gran casa blanca.
"Bienvenida a casa, mi amor."
Me besó, y por un momento, todo pareció perfecto.
Entonces apareció su madre, Carmen. Salió de la casa con los brazos abiertos y una sonrisa que ocupaba toda su cara.
"¡Sofía, hija mía! ¡Qué alegría tenerte aquí! La casa es tuya."
Me abrazó con una fuerza que me dejó sin aire. Olía a incienso y a romero.
"Te he preparado la mejor habitación, la que tiene vistas al olivar viejo. Necesitas descansar y estar fuerte para el gran día."
Me guio adentro, ignorando por completo a su otra nuera, Isabel, que estaba de pie en un rincón del salón, secando unos cubiertos con un paño.
Isabel, la esposa de Javier, el hermano mayor de Mateo, solo levantó la vista un segundo. Sus ojos se encontraron con los míos y vi en ellos un cansancio profundo. No sonrió.
Carmen no se detuvo. "Isabel, termina con eso y luego ve a revisar las conservas de la despensa. Y asegúrate de que el cuarto de invitados de Sofía esté impecable."
"Sí, Carmen", murmuró Isabel sin levantar la voz.
La tensión en la habitación era densa. Carmen me trataba como a una reina, mientras que a Isabel la trataba como a una sirvienta. Me sentí incómoda.
Esa noche, durante la cena, Carmen me sirvió una pequeña copa con un líquido oscuro.
"Es un tónico de la abuela", dijo con orgullo. "Recetas de la familia. Para fortalecer la sangre y asegurar la descendencia. Todas las mujeres de esta casa lo han tomado antes de casarse."
Miré a Isabel. Ella apartó la vista y se concentró en su plato.
"Gracias, Carmen", dije, forzando una sonrisa.
Mateo me apretó la mano por debajo de la mesa. "Mamá solo quiere cuidarte."
Bebí el tónico. Era amargo, con un sabor a tierra y hierbas que no reconocía. Me quemó un poco la garganta.
Carmen me observaba con una satisfacción que me dio un escalofrío.