Dos días después, sonó mi teléfono. Era Javier, uno de los amigos más antiguos de Mateo.
"Sofía, tía, ¿cómo estás?".
"Bien, Javier. Tirando".
"Oye, esta noche es la inauguración de la galería de arte de mi primo. Tienes que venir. Mateo estará allí. Es la oportunidad perfecta para que habléis y arregléis las cosas. No podéis seguir así".
Su tono era jovial, como si estuviera organizando una fiesta sorpresa y no interfiriendo en el final de mi relación. La lealtad de su círculo siempre había sido para Mateo. Yo era un accesorio.
"No creo que sea buena idea, Javier".
"Venga, no seas así. Por los viejos tiempos. Será divertido".
Colgué, sabiendo que no debería ir. Pero una curiosidad morbosa, una necesidad de cerrar el círculo de una vez por todas, me impulsó a hacerlo.
Me puse un vestido negro sencillo y me dirigí a la galería en el barrio de Salamanca.
El lugar era exactamente como lo había imaginado: paredes blancas, techos altos, obras de arte abstractas que costaban más que mi sueldo anual. La gente era una extensión de la decoración: elegante, contenida, hablando en susurros.
Vi a Mateo al otro lado de la sala. Estaba con Lucía, por supuesto. Ella se reía de algo que él decía, con una copa de champán en la mano. Parecía perfectamente recuperada de su "ataque de pánico".
Me dirigí a la barra para pedir una copa de vino, intentando pasar desapercibida.
Fue entonces cuando los oí.
Javier y otro amigo del grupo, Ricardo, estaban a mi espalda, lo suficientemente cerca para que pudiera escuchar cada palabra.
"Pobre Sofía", dijo Ricardo, con un falso tono de compasión. "Sigue sin pillar de qué va la vaina".
"Ya te digo", respondió Javier. "Pero es que Mateo es así. Nunca ha superado lo de Lucía. Estaba coladísimo por ella en la universidad, era una obsesión".
Sentí un nudo en el estómago. Me quedé quieta, fingiendo mirar la lista de vinos.
"¿Y entonces por qué empezó a salir con Sofía?", preguntó Ricardo.
La respuesta de Javier fue como un puñetazo.
"Porque Lucía se fue a Berlín. Mateo estaba destrozado. Y apareció Sofía, tan intensa, tan dispuesta a todo por él. Fue el clavo perfecto para sacar otro clavo. Una tirita para la herida".
"Una tirita", repitió Ricardo, y ambos se rieron en voz baja.
Una tirita.
Tres años de mi vida. Tres años de adaptarme a sus reglas, de reprimir mis sueños, de cocinarle sus postres favoritos mientras él apenas me miraba. Tres años de sentir que había "conquistado" al hombre inalcanzable.
Todo había sido una mentira.
No fui una conquista. Fui un sustituto. Una segunda opción.
El vino que iba a pedir se me antojó amargo en la boca antes de probarlo. El ruido de la galería se desvaneció. Solo podía oír esa frase, "una tirita para la herida", una y otra vez.