Mi primera decisión fue cortar el acceso de Sofía Vargas a nuestro club de playa privado en Sitges.
Era un privilegio menor, pero un mensaje claro.
Javier no tardó en aparecer. Me encontró supervisando la vendimia.
"Isa, ¿se puede saber qué has hecho?"
Su tono era de reproche, como si yo fuera una niña caprichosa.
"He revocado un permiso. Soy la dueña, ¿no?"
"Sofía está destrozada. Se siente humillada. Es nueva en Barcelona, no conoce a nadie, y tú la tratas así."
Detrás de él, vi a Sofía.
Se escondía parcialmente, con los ojos llorosos, la viva imagen de la inocencia herida.
"Lo siento, Isa," susurró. "No quería causar problemas. Javier, vámonos, no la molestemos."
Javier la miró con una ternura que nunca me había dedicado a mí.
"No, esto hay que arreglarlo. Isa, vas a devolverle el acceso ahora mismo."
Me reí.
"No."
La tensión era palpable. Nos trasladamos a la bodega de Cava, el corazón de nuestro imperio. El aire era frío y olía a levadura y a vino viejo.
"No entiendo tu actitud," dijo Javier, su voz resonando entre las hileras de botellas. "Sofía es mi familia. Es una chica buena y piadosa que se siente abrumada por la ciudad. ¿Por qué te ensañas con ella?"
"Quizás no es tan dulce como parece," respondí, mirándole fijamente.
Sofía sollozó.
"Javier, por favor, déjalo. Es culpa mía. Debí quedarme en mi pueblo. No pertenezco a este mundo."
La manipulación era tan obvia, tan burda, que me preguntaba cómo pude haber estado tan ciega.
La rabia de Javier explotó.
"¡Ya basta, Isabela! ¡Pídele perdón!"
"Jamás."
Fue entonces cuando me empujó.
No fue un empujón suave. Fue un acto de violencia, de pura frustración.
Mi espalda chocó contra una estantería de botellas. El sonido del cristal rompiéndose fue ensordecedor.
Sentí un dolor agudo en el brazo mientras los cascos de vidrio caían a mi alrededor.
Javier me miró con horror, no por mí, sino por las botellas de Cava Gran Reserva que se habían hecho añicos en el suelo.
"Mira lo que me has hecho hacer," siseó, como si la culpa fuera mía.
Me levanté lentamente, ignorando el dolor.
Le miré a él, y luego a Sofía, que ahora fingía estar aterrorizada.
En ese momento, supe que esta vez no habría piedad.