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El olor a antiséptico y el silencio opresivo del hospital privado eran lo único que sentía. La noticia acababa de llegar, fría y directa, a través de una llamada del asistente de mi padre.
Mateo, mi prometido, el brillante campeón de polo y prodigio financiero, había sufrido un accidente.
«Una caída fea», dijo el asistente. «La pierna está destrozada. Su carrera ha terminado. Su futuro también».
Mi padre, un diplomático de bajo rango con una ambición desmedida, me había enseñado a ser pragmática. Mateo era mi billete de oro para salir de la mediocridad de nuestra posición. Un billete que acababa de hacerse cenizas.
Mi padre no tardó en llamar personalmente. Su voz era un témpano de hielo.
«Isabela, anula el compromiso. Ahora mismo».
No había un gramo de preocupación por Mateo en su tono, solo el pánico de un inversor que ve cómo su mejor activo se desploma.
«No podemos permitirnos que el apellido de nuestra familia se hunda con él. Hazlo rápido y sin escándalos. Luego buscaremos a alguien mejor».
Asentí en silencio al teléfono, con el estómago revuelto. Era lo lógico. Era lo que me habían enseñado a hacer.
Me vestí con un traje sobrio y elegante, preparé las palabras más amables pero firmes que pude ensayar y conduje hasta la mansión de los De la Vega, que ya se sentía como un mausoleo.
Encontré a Mateo en el salón, con la pierna escayolada y elevada sobre un cojín. Su rostro, normalmente bronceado y lleno de confianza, estaba pálido y sombrío. El silencio en la habitación era tan pesado que podía cortarse.
Me miró, y en sus ojos vi la amarga resignación de quien espera el golpe de gracia.
Tomé aire, lista para recitar mi discurso de ruptura.
«Mateo, yo...»
Fue entonces cuando sucedió. Unas letras brillantes, como los comentarios de un vídeo en redes sociales, aparecieron flotando justo delante de mis ojos.
[¡Qué tonta! Mateo se convertirá en el empresario más poderoso de España. Si lo humillas ahora, acabarás trabajando en la miseria y olvidada por todos.]
Parpadeé, sacudiendo la cabeza. Debía ser el estrés.
Pero las letras seguían ahí, nítidas y amenazantes.
El miedo, un miedo helado y visceral, recorrió mi espalda. Era un terror mucho más profundo que el miedo a la desaprobación de mi padre. Era el terror a un futuro de pobreza y olvido.
Mateo seguía mirándome, esperando.
Las palabras que había preparado se evaporaron. Mi boca se movió por sí sola, impulsada por ese pánico primitivo.
«Mateo», dije, con una voz que temblaba, pero que sonó sorprendentemente sincera. «He venido a decirte que no te voy a dejar. Me quedaré a tu lado, pase lo que pase».
La sorpresa en su rostro fue tan intensa que casi borró la amargura. Me miró como si me viera por primera vez.
Yo apenas era consciente de lo que hacía. Solo sabía que tenía que aferrarme a él como si mi vida dependiera de ello.
Porque, según esas palabras flotantes, así era.