A la mañana siguiente, un mensaje de Sofía apareció en mi pantalla.
Era una foto.
Todas mis pertenencias, mis libros de cocina, mi ropa, todo, amontonado como basura en la entrada de la casa que habíamos compartido.
Encima de todo, brillando tristemente bajo el sol, estaba mi juego de cuchillos de chef. Una herencia de mi abuelo, lo más valioso que poseía.
"Tienes una hora para recoger tu basura", decía el texto.
Conduje hasta allí, con el corazón hecho un bloque de hielo.
Al llegar, la puerta estaba abierta.
Dentro, Sofía y Javier estaban en el sofá. Él le acariciaba el vientre, y ella reía, apoyando la cabeza en su hombro.
Hablaban del bebé. De su bebé.
Al verme, no mostraron sorpresa, solo fastidio.
"Date prisa", dijo Sofía, señalando el montón de mis cosas.
Me arrodillé para recoger mis cuchillos. El estuche de cuero estaba arañado.
Javier se acercó, fingiendo arrepentimiento.
"Lo siento, Mateo. Se me cayeron sin querer".
Tomó uno de los cuchillos, el más pequeño, el que usaba para los detalles finos.
"Déjame ver si se ha dañado", dijo.
Y entonces, con un movimiento deliberado, raspó la hoja contra el borde de piedra de la entrada.
El sonido del metal arañado fue como un grito.
"¡Javier, qué haces!", exclamé, intentando quitárselo.
Sofía se interpuso.
"¡Suéltalo! ¡Eres un animal, Mateo!", me gritó.
En el forcejeo, su mano se movió bruscamente y me golpeó en la cabeza con algo duro que llevaba en el bolsillo.
Sentí un dolor agudo y un líquido caliente empezó a bajar por mi sien.
Era sangre.
"Mira lo que has hecho", dijo Sofía, defendiendo a Javier. "Siempre eres tan cruel, tan dramático por unas simples herramientas".
Me quedé mirándolos. El hombre que la había embarazado y la mujer que me había traicionado, defendiéndose mutuamente.
Mi cabeza sangraba, mis cuchillos estaban dañados, mi corazón estaba roto.
Ya no quedaba nada por lo que luchar.
Me di la vuelta.
"Quédatelos", dije, mi voz vacía. "Quédaos con todo".
Me marché, dejando atrás los cuchillos, la casa y los restos de mi vida anterior.