Con la verdad pesando como plomo en mi estómago, volví a la bodega. No para ver a Javier, sino para buscar pruebas. El lugar, que una vez sentí como mi propia creación, ahora parecía un escenario hostil. Cada rincón, cada viga que yo misma había diseñado, me recordaba mi estupidez.
Me dirigí a la zona de oficinas, mi corazón latiendo con fuerza contra mis costillas. La puerta del despacho de Javier estaba entreabierta. Me detuve, a punto de entrar, cuando escuché su voz.
"Doctor, tiene que entenderlo. La cesárea de Sofía debe ser exactamente el mismo día. Ni un día antes, ni un día después".
Era la voz de Javier, tensa, autoritaria.
"Pero, señor Álvarez, el parto de Isabella podría adelantarse o retrasarse. Sincronizarlo es casi imposible y muy arriesgado para ambas", respondió la voz nerviosa del ginecólogo.
"Ese es su problema, no el mío", espetó Javier. "Usted la convencerá de que es por su seguridad. Le pagué una fortuna para que esto salga perfecto. Después del parto, Sofía irá a un centro de bienestar de lujo para 'recuperarse'. Los bebés se quedarán en la finca. Para cuando ella vuelva, no notará la diferencia de edad. Serán nuestros gemelos".
Me tapé la boca para ahogar un sollozo. Isabella. La joven y atractiva sumiller de la bodega. La que siempre le sonreía a Javier con una admiración que a mí me parecía excesiva. La que, al parecer, iba a dar a luz al mismo tiempo que yo.
Me sentí mareada, el mundo girando a mi alrededor. Me apoyé contra la pared fría, tratando de respirar. Cada palabra era un golpe, desmantelando la vida que creía tener. Mi esposo, el hombre por el que había sacrificado todo, estaba planeando robarme la maternidad, convertir mi parto en una farsa para conseguir su preciado heredero doble.
No podía quedarme allí. No podía enfrentarlo. No todavía. Con un esfuerzo sobrehumano, me di la vuelta y caminé, paso a paso, lejos de esa oficina, lejos de esa mentira. Tenía que salir de allí antes de que mi mundo se derrumbara por completo.