El Divorcio de mi Propia Vida
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Capítulo 1

El aire olía a cempasúchil y a copal, el aroma inconfundible del Día de Muertos. Era un olor que siempre me había traído consuelo, un recordatorio de la familia, de las raíces, de aquellos que vinieron antes que nosotros.

Pero este año, el olor solo acentuaba el vacío de nuestro apartamento.

Lina, mi esposa desde hace siete años y socia fundadora de nuestra firma de arquitectura, no estaba.

"Máximo, cariño, lo siento tanto", me había dicho por teléfono hace una semana, su voz sonando profesionalmente arrepentida. "Surgió un viaje de negocios a Monterrey, es un cliente potencial enorme. No puedo cancelarlo".

Asentí en silencio al teléfono. Era la tercera vez consecutiva que se ausentaba en Día de Muertos.

Siete años de matrimonio. Siete años desde que dejé una prometedora carrera en una firma de renombre para construir nuestro propio sueño, "Salazar-Castillo Arquitectos". Yo era el pilar técnico, el que transformaba las visiones en planos y realidades. Lina era el rostro, la negociadora brillante que nos llevó al éxito.

Un éxito que, poco a poco, la había devorado.

Terminé de colocar la última calaverita de azúcar en nuestro pequeño altar improvisado. Una foto de mis abuelos, sus veladoras, un vaso de agua y su pan de muerto favorito. Estaba solo.

Mi teléfono vibró. Era un mensaje de mi suegra. "Mijo, ¿Lina ya va para allá? Le preparé su mole favorito".

Tecleé una respuesta escueta: "Tuvo un viaje de trabajo. No vendrá".

La respuesta fue casi instantánea. "Otra vez. Este muchacho Patrick sí que la hace trabajar duro. Dile que se cuide".

Patrick Chavez. El asistente de Lina. Un joven de origen humilde, de mirada inocente y sonrisa fácil, a quien Lina había acogido bajo su ala. Lo veía como un proyecto, un alma necesitada a la que ella, la gran Lina Salazar, podía moldear y elevar.

Yo veía algo más.

Abrí Instagram por pura inercia, un mal hábito. Y ahí estaba.

La story de Patrick.

No estaba en Monterrey. Estaba en Oaxaca, en la casa de Patrick. La foto mostraba a Lina, radiante y sonriente, colocando una flor de cempasúchil en un altar enorme y colorido, rodeada de la familia de Patrick. Todos sonreían, como si ella fuera parte de ellos desde siempre.

El texto debajo de la foto me golpeó con la fuerza de un ladrillo.

"Mi mamá dice que le encanta su futura nuera, hasta le puso una flor extra en el altar".

Mi pulgar se movió con una calma que no sentía. Busqué el emoji del pulgar hacia arriba. 👍. Lo presioné. Luego, escribí un comentario corto, casi un susurro digital.

"Respeto y bendiciones".

No habían pasado ni treinta segundos cuando mi teléfono sonó. Era Lina. Su nombre brillaba en la pantalla, acusador.

Acepté la llamada.

"¿Se puede saber qué demonios te pasa, Máximo?"

Su voz no era la de una esposa sorprendida en una mentira. Era la de una jefa furiosa con un empleado incompetente.

"¿Cómo se te ocurre comentar eso? ¿Quieres humillarme? ¡Todo el mundo lo va a ver! Pareces un niño celoso y patético. Bórralo. Ahora mismo".

No hubo disculpa. No hubo explicación. Solo una orden.

Miré el altar. Las llamas de las veladoras parpadearon.

Colgué el teléfono. No borré el comentario.

En cambio, abrí mi correo electrónico y reenvié un documento a mi abogado. El asunto era simple: "Proceder".

El documento era el acuerdo de divorcio que Lina había firmado hacía un mes, pensando que era una autorización rutinaria para un proyecto de restauración. Ni siquiera lo leyó.

El período de reflexión había terminado.

El Día de Muertos es para honrar a los ancestros. Y en ese momento, sentí que los míos me daban la fuerza para dejar morir lo que ya estaba muerto.

                         

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