Pasaron tres años. Tres años de una paz frágil, construida sobre sus promesas y mi negación.
Entonces, Mateo viajó a Mendoza, Argentina, para explorar nuevos viñedos. Unos días después, las noticias estallaron con informes de violentos disturbios económicos en la región.
El pánico se apoderó de mí. No respondía mis llamadas. Sin pensarlo dos veces, compré un billete y volé para buscarlo.
Lo encontré en medio del caos de una calle abarrotada. Pero no estaba solo.
Mateo rodeaba con sus brazos protectores a Sofía, y junto a ella, en un cochecito doble, había un niño y una niña. Unos gemelos.
Él la protegía a ella y a sus hijos del caos, mientras yo lo había buscado a él a través de ese mismo caos.
El viaje de regreso en el avión privado fue una tortura silenciosa. El zumbido de los motores era lo único que rompía la tensión.
Finalmente, Mateo rompió el silencio. Se arrodilló en el pasillo, y esta vez, arrastró a Sofía con él.
"Carmen", comenzó, su voz era baja y suplicante. "Sé cómo se ve esto, pero por favor, escúchame".
"Tú... después del accidente, los médicos dijeron que sería casi imposible para ti concebir. Mi familia, la bodega, necesitan un heredero. Es una presión que no puedo soportar".
Miró a los niños que dormían pacíficamente.
"Por favor, acepta a estos niños. Son sangre de mi sangre. Sofía... ella puede quedarse. Como una empleada, una niñera. No significará nada. Seguirás siendo mi esposa, la señora de la casa".
Sentí cómo el aire abandonaba mis pulmones. Mi mano temblorosa se metió en mi bolso, mis dedos rozaron el papel doblado. La ecografía. La prueba de que los médicos se habían equivocado. La prueba de mi embarazo milagroso.
Mi corazón se hizo pedazos.
Con un movimiento lento y deliberado, saqué el papel y, sin que ellos lo vieran, lo rompí en pedazos diminutos. Los dejé caer silenciosamente en el bolsillo lateral de mi bolso, como cenizas de un sueño muerto.
Saqué mi teléfono. Mis dedos encontraron un número que no había marcado en mucho tiempo.
"Alejandro", dije, mi voz extrañamente firme. "Soy Carmen".
Hice una pausa, escuchando el reconocimiento sorprendido al otro lado de la línea.
"Me debes una. Ahora es el momento de que vengas a salvarme".