El Fin de un Cobarde
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Capítulo 1

La música del club campestre se apagó, pero el zumbido en mi cabeza seguía ahí, una mezcla de champán caro y la creciente sensación de que algo andaba terriblemente mal. La fiesta de bautizo del primer sobrino de Máximo, mi flamante esposo, había sido un evento de lujo, un regalo generoso de mis padres para celebrar nuestra unión y la nueva familia.

"Señora Castillo, aquí está la cuenta final", dijo el gerente del club, un hombre de sonrisa resbaladiza, deslizando una carpeta de cuero sobre la mesa.

La abrí. El número que vi me hizo parpadear, pensé que era un error de imprenta. La cifra era astronómica, suficiente para comprar un coche de lujo. Mi corazón empezó a latir más rápido, no por el shock del monto, sino por la ira que comenzaba a hervir.

"¿Qué es esto?", le pregunté a Máximo, que estaba a mi lado, sonriendo satisfecho.

Él miró la cuenta y su sonrisa se desvaneció. "Debe haber un error".

Revisé el desglose, mi incredulidad transformándose en una furia helada. La lista era un inventario de lo absurdo.

"¿Diez botellas de tequila 'Ley del Diamante'?", leí en voz alta. "¿Cajas de puros Cohiba Behike? ¿Un reloj Rolex del vestuario masculino? ¿Y qué es esto... 'Restauración de obra de arte, óleo sobre lienzo'?".

El gerente se encogió de hombros, su sonrisa falsa no vaciló. "Son los consumos registrados, señora".

Fue entonces cuando vi a mi suegra, Yolanda, observándonos desde la otra punta del salón, con una expresión de triunfo mal disimulado en su rostro. A su alrededor, el clan Castillo, sus parientes rurales, eructaban y reían, con los bolsillos sospechosamente abultados.

Caminé directamente hacia ella, con la factura en la mano. "Yolanda, ¿puedes explicarme esto?".

Ella me miró con desdén, sus pequeños ojos brillando con malicia. "Ah, la niña rica no puede pagar la cuenta. ¿Qué pasa, tu papi no te dio suficiente dinero?".

"No voy a pagar por artículos robados", dije, mi voz temblando de rabia. "¿Crees que soy estúpida? Sé que tú y este gerente corrupto planearon esto".

Yolanda soltó una carcajada áspera. "Claro que lo planeé. Era hora de que alguien les diera una lelección a ustedes, los Garcia, tan presumidos, siempre mirando por encima del hombro. Considera esto como un pago extra por el valor de mi hijo. La dote que tus padres te dieron no es suficiente para compensar todo lo que invertí en él".

La desfachatez de su confesión me dejó sin aliento. Máximo se acercó, pálido. "Mamá, ¿qué hiciste?".

"Hice lo que tenía que hacer para asegurar nuestro futuro", espetó ella. "Ahora, que tu esposita pague. Es su deber".

Miré a Máximo, esperando que la defendiera, que pusiera a su madre en su lugar. Pero él solo bajó la mirada, incapaz de enfrentarla.

En ese momento, la decisión se tomó sola. Saqué mi teléfono.

"¿Qué haces?", siseó Yolanda.

"Lo que debí haber hecho desde el principio", respondí, mi voz ahora firme y clara. "Llamar a la policía. Ya que esto es un robo, dejemos que las autoridades se encarguen".

El rostro de Yolanda se contrajo de pánico. La fiesta había terminado. La verdadera batalla acababa de empezar.

            
            

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