El ataque en el chat del grupo no tardó en llegar.
Leon, el protegido de mi marido, escribió un mensaje largo y lastimero.
"No sé qué he hecho para ofender a Luciana. Siempre la he admirado como la gran arquitecta que es. Quizás a la gente como yo, que venimos del campo, no se nos permite soñar con trabajar en un lugar tan prestigioso. Siento si mi origen humilde la incomoda."
El mensaje era una obra maestra de manipulación.
Los colegas, que antes me respetaban, empezaron a susurrar virtualmente.
"Pobre Leon, solo está orgulloso de su familia."
"Luciana a veces puede ser muy elitista."
Y entonces, Máximo, el director del estudio y mi marido, asestó el golpe final. Escribió en el chat público, para que los sesenta empleados lo vieran:
"Luciana Castillo, tu actitud es inaceptable. Te exijo que te disculpes públicamente con Leon por tu falta de respeto. Si no lo haces antes del final del día, estarás suspendida de empleo y sueldo. En esta empresa no toleramos el clasismo."
Humillación. Aislamiento. Ninguno de los arquitectos que yo había formado, ninguno de los que habían crecido gracias a mis diseños, dijo una palabra para defenderme.
Mi teléfono volvió a sonar. Era Máximo otra vez, pero esta vez su voz no era de furia, sino de pura incredulidad.
"Luciana, ¿qué es esta mierda? Me acaba de llamar una funcionaria del Registro Civil. ¿Una mediación de divorcio? ¿Estás loca?"
Sufrimiento. Eso era lo que yo sentía. No por su rabia, sino por su completa indiferencia.
Recordé una noche, hace seis meses. Una fiesta de la empresa. Yo sufrí un grave ataque de asma alérgico, apenas podía respirar. Los paramédicos llegaron a nuestra casa. Máximo estaba allí, borracho y feliz, celebrando con Leon.
"No es nada, siempre exagera," le dijo a los sanitarios, mientras yo luchaba por cada bocanada de aire. Ignoró sus preguntas, les dijo que se fueran, que él se encargaba.
Casi muero esa noche.
"¿Usas estos trucos sucios para amenazarme? ¿Para que vuelva contigo?" gritó por el teléfono.
De fondo, escuché la voz suave y falsa de Leon: "Máximo, no seas tan duro con ella. Quizás solo está pasando un mal momento. Luciana es una buena persona en el fondo."
La falsa amabilidad de Leon solo encendió más a Máximo.
"¿Un mal momento? ¡El único que va a pasar un mal momento eres tú, Leon, por su culpa!" le gritó a su protegido. Luego, se dirigió a mí de nuevo, con un tono gélido y cruel. "Ya que te gusta tanto el drama, vas a tener consecuencias reales. Todas tus comisiones de los últimos tres proyectos, las que te ganaste con tu 'talento', se las cederás a Leon. Como compensación emocional por el daño que le has causado."
Esa fue la última gota.
"Máximo," dije con una voz que no reconocí, tranquila y vacía. "Renuncio."
Colgué antes de que pudiera responder.
Me levanté, me vestí y salí de mi oficina por última vez. Al pasar por recursos humanos, mi mirada se detuvo en un pequeño moái de piedra que adornaba una estantería. Un regalo de Máximo, al principio de nuestra relación. "Sólido y eterno, como nuestro amor," me había dicho. Ahora estaba cubierto de una gruesa capa de polvo.
Cuando mis colegas me vieron recoger mis cosas, supieron que había caído en desgracia. Vi cómo, sin disimulo, uno de ellos tiraba mi taza de café a la basura y otro borraba mi nombre de la pizarra de proyectos.
No sentí nada.
Salí del edificio sin mirar atrás. Mi primer destino fue la oficina de pasaportes. El segundo, una inmobiliaria.
Mi sueño siempre había sido recorrer las maravillas naturales de Sudamérica. Un sueño que abandoné por él.
Era hora de recuperarlo.
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