Ambos me miraron, mi madre con curiosidad, mi padrastro con una pizca de impaciencia.
"Gané la beca para el Basque Culinary Center".
La sonrisa de mi madre se ensanchó, iluminando su rostro. "¿De verdad, mi amor? ¡Eso es maravilloso! ¡San Sebastián! Siempre has soñado con eso".
Se levantó para abrazarme, y yo me aferré a ella, sintiendo un alivio momentáneo.
Mi padrastro, Ricardo, asintió con aprobación. "Una institución de prestigio. Bien hecho, Sofía. Demuestra que el esfuerzo rinde frutos".
Pero mi mirada se desvió hacia el otro extremo de la mesa. Mateo, su hijo, no había dicho una palabra. Sus ojos oscuros estaban fijos en mí, su mandíbula apretada. La copa de vino en su mano estaba inmóvil. No había alegría en su rostro, solo una furia helada que me erizó la piel.
"¿Y cuándo te irías?", preguntó mi madre, volviendo a sentarse.
"En dos semanas", respondí, sin apartar la vista de Mateo.
Mi madre pareció un poco triste por la rapidez, pero su alegría por mí era más fuerte. "¡Oh! Tan pronto. Bueno, tendremos que celebrarlo. Hablando de España, ¿recuerdas a Elena, mi amiga de la infancia? Su hijo, Alejandro, también es chef allí, en San Sebastián. Deberías llamarlo cuando llegues. Siempre bromeábamos con que ustedes dos estaban comprometidos de niños".
Sentí un nudo en el estómago. La mención de otro hombre, incluso en broma, hizo que la mirada de Mateo se oscureciera aún más. El silencio se volvió pesado, incómodo.
De repente, la silla de Mateo rechinó contra el suelo de mármol al empujarla hacia atrás.
"Si me disculpan", dijo con una voz cortante, "tengo una llamada importante que hacer".
Se levantó, su figura alta y esbelta proyectando una sombra sobre la mesa. No miró a nadie más que a mí, y en sus ojos vi una advertencia clara. Luego, se dio la vuelta y salió del comedor, sus pasos resonando en el pasillo.
Mi madre lo miró irse, confundida. "Qué extraño. Últimamente está muy tenso".
Yo sabía por qué. Y sabía que la conversación de esa noche no había terminado.
Más tarde, cuando la casa estaba en silencio, bajé a la cocina por un vaso de agua. La luz de la luna entraba por la ventana, dibujando patrones plateados en el suelo. Sabía que él estaría allí, esperándome.
Estaba apoyado contra la encimera, con los brazos cruzados, como un depredador en la oscuridad.
"Así que te vas", dijo, su voz era un susurro bajo y peligroso.
No respondí.
Dio un paso hacia mí, y otro, hasta que su cuerpo estuvo a centímetros del mío. Pude oler el caro perfume de su colonia mezclado con el vino.
"No te vas a ir".
No era una pregunta. Era una orden.
"Gané la beca, Mateo. Es mi futuro".
"Tu futuro está aquí. Conmigo".
Acercó su mano y me agarró del brazo, no con fuerza, pero con una posesividad que me hizo temblar. Me atrajo hacia él y sus labios se encontraron con los míos en un beso desesperado, hambriento. Era nuestro secreto, nuestra relación prohibida que florecía en las sombras de esta casa.
"No me dejes, Sofía", susurró contra mi boca. "¿Me oyes? Eres mía".
Me aferré a él, queriendo creer cada palabra, queriendo que su posesividad fuera amor. Pero una pequeña parte de mí, una parte que había estado creciendo en silencio, ya sentía el frío del engaño.