Es Demasiado Tarde, Estoy Casada
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Capítulo 2

Sofía no lloró, las lágrimas se habían secado en la sala de juntas. En su lugar, un frío glacial se apoderó de ella, una determinación que nunca antes había sentido. Al llegar a su habitación, la que había sido su refugio de niña, comenzó a desmantelar su vida anterior.

Abrió el joyero sobre su tocador y sacó un collar de diamantes, un regalo que Ricardo le había dado en su primer aniversario. Caminó de regreso a la sala, donde Ricardo todavía intentaba entender lo que había pasado.

Sin decir una palabra, le tendió el collar.

"¿Qué es esto, Sofía?" preguntó él, desconcertado.

"Tómalo," dijo ella con voz monótona. "Véndelo, úsalo para pagar la boda de Clara, asegúrate de que tenga todo lo que necesita."

Ricardo la miró, sin poder creerlo. "No necesito esto, Sofía, no entiendes..."

"Sí que entiendo," lo interrumpió. "Ahora, por favor, vete."

De vuelta en su habitación, comenzó a sacar de su armario todos los regalos que Ricardo le había dado a lo largo de los años, los vestidos, los bolsos, los zapatos. Hizo una pila en el centro de la habitación. Luego, fue a su escritorio y tomó una hoja de papel con el membrete de la familia.

Con una caligrafía impecable, escribió una sola línea: "La única condición es que nunca más nos volvamos a ver."

Guardó el papel en un sobre y se lo dio a la fiel ama de llaves de la familia, María.

"Entrégaselo a Ricardo cuando se vaya," le instruyó. "Y asegúrate de que no vuelva a entrar en esta casa."

María, que la había visto crecer, asintió con los ojos llenos de lágrimas.

Los días siguientes fueron un borrón. Sofía se encerró en sí misma, ignorando las llamadas y los mensajes de Ricardo. Escuchaba a sus hermanas hablar en susurros fuera de su puerta, preocupadas. Sabía que Ricardo estaba organizando una boda para Clara, una boda que, según los rumores que llegaban a la casa, era más extravagante que la de cualquier heredera de la alta sociedad.

Había gastado una fortuna, se decía, en vestidos, joyas y un banquete que sería la comidilla de la ciudad. Todo para Clara. La culpa de Ricardo era un pozo sin fondo, y la estaba llenando con dinero.

Unos días antes de la boda por conveniencia de Sofía, mientras se probaba el sencillo pero elegante vestido blanco que usaría para la ceremonia, Clara apareció en la mansión De la Vega. Entró sin ser anunciada, con una arrogancia que no le correspondía.

"Así que este es el famoso vestido," dijo Clara, mirando con desdén el atuendo de Sofía. "Pensé que la gran Sofía de la Vega tendría algo... más impresionante."

Sofía la ignoró, ajustándose el velo.

"Ricardo gastó diez veces más en el mío," continuó Clara, su voz goteando veneno. "Dice que solo lo mejor es suficiente para mí."

El vestido de novia de Sofía estaba colgado en un maniquí. En un arrebato de celos, Clara se acercó y, fingiendo un tropiezo, derramó una copa de vino tinto que llevaba en la mano sobre la inmaculada tela blanca.

Una mancha roja y fea se extendió por la seda.

"¡Oh, no! ¡Qué torpe soy!" exclamó Clara con una falsa angustia.

María, la ama de llaves, que estaba ayudando a Sofía, se interpuso entre ellas.

"¡Señorita Clara, ¿qué ha hecho?! ¡Eso ha sido a propósito!" gritó María, furiosa.

"Claro que no, fue un accidente," dijo Clara, comenzando a llorar.

En ese preciso momento, Ricardo entró en la habitación. Había venido, una vez más, a intentar hablar con Sofía. Al ver a Clara llorando y el vestido arruinado, saltó a la conclusión equivocada.

"¡Sofía!" exclamó, corriendo al lado de Clara y abrazándola protectoramente. "¿Qué le has hecho? ¿Cómo puedes ser tan cruel?"

Sofía lo miró, incrédula. La calma helada que la había sostenido comenzó a derretirse, revelando el dolor ardiente debajo.

"¿Yo?" preguntó, su voz temblando por primera vez. "¿De verdad crees que yo haría algo así?"

"He visto cómo la miras," la acusó Ricardo, ciego a la verdad. "La culpas a ella, pero no es su culpa, es mía, ¡deja de atormentarla!"

"Ricardo, ella lo hizo a propósito," intervino María, intentando defender a Sofía.

"¡Cállate!" le espetó Ricardo. "Tú siempre la defenderás a ella."

Sofía sintió un dolor agudo en el pecho, como si una mano invisible la estuviera estrujando. La traición era tan absoluta, tan descarada, que le robó el aliento. Se llevó una mano al pecho, su rostro se puso pálido como el vestido manchado.

"¿Por qué, Ricardo?" susurró, más para sí misma que para él. "¿Por qué la defiendes a ella... y no a mí?"

La tensión, el dolor y el estrés de las últimas semanas finalmente la vencieron. Sus ojos se pusieron en blanco y se desplomó en el suelo, inconsciente.

            
            

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