El Rosario y la Traición
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Capítulo 3

Sofía no confiaba en la promesa de Elvira. La observaba constantemente, como un halcón a su presa. Un par de días después, mientras Don Ricardo estaba en el campo revisando el ganado, Sofía puso en marcha su plan. Corrió hacia los establos, gritando de forma desgarradora. Se subió a una pila de heno y se arrojó al suelo, justo cuando uno de los vaqueros pasaba cerca.

"¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Elvira intentó matarme! ¡Me empujó!" , gritaba, agarrándose una pierna con gesto de dolor exagerado.

Don Ricardo, alertado por los gritos, llegó galopando. Saltó del caballo y corrió hacia Sofía, que lloraba desconsoladamente.

"¡Ricardo, mi amor! ¡Fue Elvira! ¡Está loca! Me dijo que esta era su casa y que yo no tenía lugar aquí. ¡Intentó empujarme desde lo alto para matarme!"

Don Ricardo miró a su alrededor, su rostro una máscara de furia. Vio a Elvira parada en la puerta del granero, inmóvil, con una expresión de shock total. No había intentado hacer nada, solo había salido a ver qué pasaba. Pero para su tío, su presencia era una confirmación. La historia de Sofía, por descabellada que fuera, encajaba con la imagen que él se había formado de su sobrina: una joven inestable y resentida.

"¡Tú!" , le gritó a Elvira, señalándola con un dedo acusador. "¡Ven aquí ahora mismo!"

Elvira caminó hacia él, con pasos lentos y pesados. Sabía que no tenía sentido defenderse. Nadie le creería.

"Lleva a Sofía a la casa" , ordenó a los vaqueros. "Y tú, espérame en mi despacho. Vas a recibir tu merecido" .

Elvira obedeció. Entró en el despacho, un lugar que olía a cuero y a tabaco, y se quedó de pie en el centro de la habitación, esperando. El miedo que antes la paralizaba se había transformado en una resignación helada. Sabía lo que venía. Había aprendido a anticipar el dolor, a prepararse para él.

Don Ricardo entró, cerrando la puerta con un golpe seco. De un armario sacó un látigo de cuero trenzado, el que usaba para domar a los potros más rebeldes.

"Ponte de espaldas a la pared. Levanta la falda" .

La orden fue cortante, sin emoción. Elvira hizo lo que le pedían. Se apoyó contra la pared fría, levantando la tela de su sencillo vestido. El aire frío le rozó las piernas. Cerró los ojos.

El primer latigazo fue como una descarga eléctrica. Un dolor agudo y ardiente le recorrió la espalda y los muslos. Se mordió el labio para no gritar. El segundo y el tercer golpe cayeron en el mismo lugar, uno tras otro, implacables. Pero Elvira no se movió, no emitió ni un solo sonido. Su cuerpo se tensaba con cada impacto, pero su rostro permanecía extrañamente sereno, casi ausente.

Don Ricardo se detuvo, desconcertado por su falta de reacción. Esperaba lágrimas, súplicas, gritos. No este silencio sepulcral.

"¿No vas a decir nada? ¿No vas a pedir perdón? ¿Admites tu culpa?" , preguntó, su voz cargada de frustración.

Elvira abrió los ojos, pero no se giró. Su voz, cuando habló, fue un susurro monótono y sin vida.

"No hay nada que admitir, tío. Usted ya decidió que soy culpable" .

Su respuesta, tan fría y distante, lo enfureció aún más.

"¡Insolente! ¡Todavía te atreves a desafiarme!"

Levantó el látigo de nuevo y la golpeó con una furia renovada. "¡Esto es por tu falta de respeto! ¡Esto es por atacar a Sofía! ¡Y esto es por tu suciedad, por tus pensamientos enfermos sobre mí! ¡Por manchar mi casa con tu presencia!"

Cada golpe era una acusación, un castigo por crímenes reales e imaginarios. Elvira aguantaba, su mente flotando lejos de allí, a un lugar donde el dolor no podía alcanzarla. Contaba los golpes en silencio. Uno, dos, tres... hasta que perdió la cuenta. El dolor se convirtió en un zumbido constante, un calor que lo consumía todo.

Fue entonces cuando la puerta del despacho se abrió de golpe. Era María, la vieja cocinera que había servido en la casa desde que Elvira era una niña. La mujer se quedó horrorizada al ver la escena.

"¡Don Ricardo, por el amor de Dios! ¡La va a matar!" , gritó, corriendo hacia él.

"¡Fuera de aquí, María! ¡Esto no es asunto tuyo!"

"¡Mire lo que está haciendo! ¡Mírela!" , insistió María, con lágrimas en los ojos, señalando a Elvira.

Don Ricardo se detuvo, con el brazo en alto. Miró a Elvira. Su espalda y sus piernas estaban cubiertas de verdugones rojos y sangrantes. Pero lo que lo detuvo no fue eso. Fue la tela del vestido de Elvira, que se había rasgado con los golpes. A través de la rasgadura, debajo de las heridas frescas que él acababa de infligir, se veía algo más.

Su piel no era lisa y pálida. Estaba cubierta por una red de cicatrices. Viejas, blancas y plateadas, algunas gruesas y queloides, otras finas como hilos. Se entrecruzaban, formando un mapa de un sufrimiento antiguo y terrible que él nunca había imaginado.

            
            

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