Los Demonios Adoptivos
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Capítulo 2

Esa misma tarde, mientras pretendía leer en el sofá, las observé.

Camila y Renata estaban sentadas juntas en el otro sillón, supuestamente haciendo tareas para la universidad. Susurraban entre ellas, compartiendo miradas que yo, en mi vida anterior, había confundido con simple complicidad de hermanas.

Ahora veía la verdad. Había una intimidad malsana, una tensión secreta en la forma en que sus cuerpos casi siempre se tocaban.

Dejé el libro a un lado.

"Niñas, he estado pensando", comencé con un tono casual. "Con la universidad a la vuelta de la esquina, deberíamos planear una gran cena de despedida. Invitar a toda la familia, a los amigos".

Renata levantó la vista, sus ojos se iluminaron por un segundo antes de que una rápida mirada de Camila apagara su entusiasmo.

"Oh, no sé, mamá", dijo Camila, sin apartar la vista de su laptop. "Estaremos muy ocupadas estudiando. Quizás algo más pequeño".

"Pero es una gran ocasión", insistí, observando sus reacciones como un halcón. "Ricardo estaría tan orgulloso de celebrarlas".

Al mencionar a Ricardo, vi un destello casi imperceptible en los ojos de Camila. No era miedo. Era desprecio. Y una extraña clase de triunfo.

Confirmado. El plan ya estaba en marcha en sus mentes.

"Bueno, lo pensaremos", dijo Camila, terminando la conversación.

Me levanté y fui a la cocina. Era hora de la segunda prueba.

"Voy a preparar la cena. Hoy haré pescado a la veracruzana, el favorito de su padre".

Sabía por mi vida pasada que el fuerte olor del pescado y los chiles había sido uno de los primeros desencadenantes de las náuseas matutinas de Renata.

Mientras cocinaba, el aroma penetrante llenó la casa. Piqué ajo, cebolla, jitomates y chiles güeros, friéndolos en aceite de oliva. El olor era intenso, delicioso para mí, pero sabía que para alguien con el estómago sensible, sería una tortura.

Minutos después, escuché un sonido ahogado.

Me asomé fuera de la cocina. Renata tenía una mano sobre la boca, su cara pálida y sudorosa. Se levantó de golpe y corrió hacia el baño del primer piso.

Escuché el sonido inconfundible de las arcadas.

Camila se levantó de un salto y la siguió, cerrando la puerta del baño de un portazo.

Me quedé quieta, el cuchillo en mi mano. La sensación de "ya lo he vivido" era abrumadora, pero esta vez no había confusión ni preocupación inocente. Solo una fría certeza.

Esperé unos minutos. La puerta del baño se abrió. Camila salió primero, con el ceño fruncido, desafiante. Renata la seguía, pálida y temblorosa, secándose la boca con el dorso de la mano.

Me acerqué, mi rostro una máscara de preocupación maternal.

"Renata, mi amor, ¿qué pasó? ¿Te sientes mal?"

Renata no pudo mirarme a los ojos. "No es nada, mamá. Solo... el olor del pescado es un poco fuerte".

"¿Fuerte? Pero si te encanta", dije, fingiendo sorpresa.

Camila intervino, su voz cortante. "A veces la gente cambia de gustos, Sofía. No es gran cosa. Probablemente comió algo malo en la escuela".

Me llamó Sofía. No mamá.

La primera grieta visible en la fachada.

"Claro, mi amor", le dije a Renata, ignorando a Camila. "Sube a tu cuarto y descansa. Te llevaré un té de manzanilla".

Mientras Renata subía las escaleras, apoyándose pesadamente en el barandal, Camila me sostuvo la mirada. Sus ojos eran fríos, duros. Era una advertencia silenciosa. "No te metas".

Yo le devolví la mirada, manteniendo mi expresión de suave preocupación. Pero por dentro, el hielo se solidificaba.

Ya tenía la confirmación que necesitaba. Ambas estaban embarazadas. Su reacción al pescado, la forma protectora y controladora de Camila sobre Renata. Todo encajaba con el guion de mi pesadilla anterior.

Esa noche, cuando todos dormían, me senté frente a mi computadora. La luz de la pantalla iluminaba mi rostro decidido.

Busqué "cámaras espía miniatura".

Encontré docenas de opciones: relojes despertadores, cargadores USB, detectores de humo, incluso osos de peluche con un lente oculto en el ojo.

Compré tres modelos diferentes, pagando extra por el envío al día siguiente.

Uno para el cuarto de Camila.

Uno para el cuarto de Renata.

Y uno para la sala de estar.

No iba a basar mi defensa en simples observaciones y presentimientos. Esta vez, tendría pruebas. Pruebas irrefutables que nadie podría llamar "falsificadas".

Mientras hacía clic en "confirmar compra", un escalofrío recorrió mi espalda. Estaba cruzando una línea. Espiar a mis propias hijas.

Pero ellas habían cruzado todas las líneas posibles. Me habían asesinado.

Esto no era una simple disputa familiar.

Era una guerra. Y yo pensaba ganarla.

            
            

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