Reconocí las voces. Eran mis compañeras de la universidad. Miré a mi alrededor. Sasha estaba a mi lado, sonriendo nerviosa, dándome ánimos con la mirada.
Y entonces lo vi.
Iván.
Estaba de pie junto a la barra, más joven, con la misma arrogancia en la postura. Llevaba una guayabera blanca impecable. En su muñeca, el mismo reloj suizo. El que representaba la tradición, la presión familiar, todo lo que lo había alejado de mí.
Había vuelto.
Había vuelto al día en que mi vida se desvió. El día de mi declaración.
El recuerdo del rechazo, de la humillación pública, me golpeó. Pero fue eclipsado por el dolor más reciente: el avión, el mensaje de divorcio, la traición con Tessa.
Toda mi vida anterior desfiló ante mis ojos. Los sacrificios, las esperanzas rotas, el amor no correspondido que me había consumido hasta no dejar nada de mí. Morí en un accidente aéreo intentando buscar una explicación que nunca llegaría.
No.
No otra vez.
Esta vez, el sol de Triana no me quemaría.
Me levanté, alisando mi vestido. La determinación era un fuego frío en mi interior.
Caminé hacia él. Las miradas de todos estaban puestas en mí. Sasha me sonrió, creyendo que iba a cumplir mi plan.
Me detuve frente a Iván. Su expresión era de aburrimiento, casi de fastidio. Esperaba mis palabras de amor.
Me incliné hacia él, como si fuera a susurrarle un secreto.
«Tienes un trozo de jamón entre los dientes».
Su rostro se transformó. La sorpresa dio paso a la incredulidad, y luego a una ira contenida.
Las risas ahogadas se extendieron por la caseta.
«¿Qué ha dicho?».
«¡Le ha dicho que tiene algo en los dientes! ¡Qué corte!».
Iván se acercó, su espacio personal invadiendo el mío. Su voz fue un siseo bajo y furioso.
«¿A qué estás jugando, Luciana?».
«¿Jugar?», respondí, mi voz clara y firme. «No tengo tiempo para juegos. Algunos tenemos cosas más importantes que hacer».
Justo en ese momento, un camarero se acercó con un enorme ramo de claveles rojos. Llevaba una tarjeta. Mi tarjeta. La que había escrito con el corazón en un puño esa misma mañana.
«Para el señorito Iván, de parte de la señorita Luciana».
La tensión se cortó con un cuchillo. La "prueba" de mis verdaderas intenciones estaba allí, para que todos la vieran.
Iván sonrió con suficiencia, una sonrisa cruel que conocía demasiado bien.
Cogí el ramo. Arranqué la tarjeta sin leerla. La rompí en pedazos diminutos y los dejé caer en una papelera cercana. Luego, le ofrecí el ramo al camarero.
«Para tu madre», le dije con una sonrisa. «Seguro que a ella le gustan más».
Me di la vuelta. La cara de Iván era un poema.
«Vaya, parece que a Castillo no le gusta que le den calabazas», escuché decir a alguien.
Él me agarró del brazo, su agarre era fuerte.
«Te vas a arrepentir de esto, Luciana».
Sus ojos buscaron los míos, esperando ver lágrimas, vergüenza. Pero solo encontraron mis ojos secos, aunque enrojecidos por el dolor de una vida entera.
«Ya me he arrepentido de demasiadas cosas, Iván», dije, soltándome de su agarre. «Llorar por ti no será una de ellas. Nunca más».