"¿Qué pasa, Sofía? ¿No te funcionó el truco?" preguntó Perla. "Vas a tener que esforzarte más la próxima vez si de verdad quieres desaparecer."
Me quedé en silencio, mirándola fijamente.
"¿Qué, ahora te comió la lengua el gato?" se burló Luna. "Ayer en el hospital estabas muy calladita también. ¿O fue tu hermana la que estaba ahí? Ya ni las distingo, son igual de patéticas."
Perla extendió la mano y me dio un empujón en el hombro. Un empujón débil, de prueba. Esperaba que retrocediera, que me encogiera.
No lo hice.
En lugar de eso, mi mano se disparó y agarró su muñeca. La apreté, sintiendo los huesos finos bajo mis dedos. La sonrisa de Perla se desvaneció, reemplazada por una mueca de sorpresa y dolor.
"Suéltame, estúpida," siseó, tratando de liberarse.
Apreté más fuerte. "Vuelve a ponerme una mano encima," dije, mi voz era un susurro bajo y peligroso que no se parecía en nada a la de Sofía, "y te juro que te la rompo."
Sus ojos se abrieron con incredulidad. Luna dio un paso atrás, asustada. La solté con un empujón que la hizo tropezar. Se frotó la muñeca, mirándome con una mezcla de ira y un nuevo tipo de miedo.
Me di la vuelta y seguí mi camino hacia mi casillero, el de Sofía. Cuando llegué, me detuve en seco.
Estaba destrozado. La puerta de metal estaba abollada y cubierta de grafitis obscenos. "Zorra suicida" . "Lárgate y muérete" . "Nadie te quiere" . Dentro, sus libros estaban rotos, sus cuadernos arrancados. Habían vertido algo pegajoso y maloliente sobre todo.
La ira, fría y controlada, subió por mi garganta. Esto era más que acoso. Era una campaña de odio sistemático.
Cerré la puerta del casillero con un golpe metálico que resonó en el pasillo. Me dirigí directamente al salón de clases.
La maestra Laura estaba de espaldas, escribiendo en el pizarrón. Entré y me senté en el pupitre de Sofía. Perla y Luna entraron detrás de mí, lanzándome miradas de odio.
La maestra se dio la vuelta. "Ah, Sofía. Me alegro de verte de vuelta," dijo con una voz monótona, sin una pizca de sinceridad. "Espero que ya estés lista para ponerte al corriente. Tienes mucho trabajo atrasado."
No respondí. Ella frunció el ceño.
"¿Me escuchaste, Sofía?"
"Sí, la escuché," respondí, mi voz clara y fuerte. "También escuché que mi casillero fue vandalizado. Y que usted no hizo nada al respecto."
La clase entera se quedó en silencio. La maestra Laura parpadeó, sorprendida por mi tono.
"Ese es un asunto para el director, no para mí," dijo a la defensiva. "Además, no tenemos pruebas de quién lo hizo."
"¿No tiene pruebas?" me levanté de mi asiento. "¿O no quiere verlas? Usted vio cómo Perla tiraba mi almuerzo. Vio cómo me empujaban. Vio todo y nunca hizo nada."
"¡Eso es una acusación muy seria, jovencita!" su cara se puso roja. "¡No voy a permitir que me hables en ese tono! ¡Siéntate ahora mismo!"
Perla se rió desde su asiento. "Está loca," dijo en voz alta.
Caminé hacia el escritorio de la maestra. "Mi hermana casi muere por su negligencia," dije, apoyando las manos en su escritorio e inclinándome hacia ella. "Usted es tan culpable como ellas."
"¡Basta! ¡A la oficina del director, ahora mismo!" gritó, señalando la puerta.
Miré su mano temblorosa y luego la miré a los ojos. "No," dije con calma.
Y entonces, con un movimiento rápido, barrí con mi brazo todos los papeles y libros de su escritorio. Cayeron al suelo con un estruendo. La clase ahogó un grito colectivo.
La maestra Laura retrocedió, sus ojos llenos de pánico.
"Usted y yo vamos a tener una conversación," dije, mi voz era puro hielo. "Pero no será con el director. Será con mis padres."
Antes de que pudiera reaccionar, le di la espalda y salí del salón, dejando atrás un silencio de muerte y el rostro aterrorizado de una mujer que acababa de darse cuenta de que el juego había cambiado.