El Diablo y Mi Corazón Roto
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Capítulo 4

Los días siguientes a la entrevista fueron un infierno de silencio, El Zorro me ordenó mantener un perfil bajo, lo que significaba no ir a la oficina, no contactar a mis fuentes, no hacer nada más que esperar en mi departamento, sintiéndome como un animal enjaulado.

La foto con Diego Garmendia estaba guardada en mi teléfono, una bomba de tiempo esperando a ser detonada, pero El Zorro insistió en que aún no era el momento.

"Él espera que hagas un movimiento", me dijo por teléfono. "Espera que publiques la foto, que escribas algo imprudente, y entonces tendrá la excusa perfecta para silenciarte, tenemos que ser más listos".

Una noche, mientras intentaba sin éxito ignorar el nudo en mi estómago, recibí una llamada de un número desconocido, era una voz distorsionada, irreconocible.

"Tenemos a tu amigo", dijo la voz. "El que se hace llamar El Zorro".

Mi mundo se detuvo.

"Si quieres volver a verlo con vida, ven sola a la vieja bodega en la calle Industrial, tienes una hora, si llamas a la policía, muere".

La llamada se cortó, dejándome en un silencio helado.

Era una trampa, lo sabía, era la respuesta de Diego a mi desafío, no venía por mí directamente, venía por la única persona que me ayudaba.

Llamé frenéticamente al número de El Zorro, una y otra vez, pero solo saltaba el buzón de voz, el pánico me atenazaba, pero debajo de él, una furia fría comenzaba a crecer.

No iba a dejar que mataran a otro hombre por mi culpa.

No esta vez.

Ignoré las advertencias, los protocolos, todo, me puse una chaqueta oscura, agarré las llaves de mi auto y salí corriendo.

La bodega estaba en la parte más abandonada y peligrosa de la ciudad, un esqueleto de metal oxidado y ventanas rotas, aparqué a una manzana de distancia y me acerqué a pie, con el corazón martilleándome en el pecho.

Dos hombres corpulentos me esperaban en la entrada, me registraron bruscamente y me quitaron el teléfono antes de empujarme dentro.

El interior de la bodega era vasto y oscuro, iluminado solo por unas pocas bombillas desnudas que colgaban del techo, en el centro del espacio, bajo una de las luces, había una silla.

Y en la silla, atado y amordazado, no estaba El Zorro.

Era el Comandante Ramírez.

Su uniforme estaba desgarrado y su cara estaba hinchada y magullada, sus ojos, llenos de terror, se encontraron con los míos.

Y entonces, Diego Garmendia salió de las sombras.

Aplaudió lentamente, una sonrisa cruel en su rostro.

"Bravo, Ximena, bravo", dijo, acercándose. "Sabía que vendrías, la lealtad es una cualidad tan... conmovedora".

Mi mente daba vueltas, ¿dónde estaba El Zorro? ¿Fue todo un engaño?

"¿Qué significa esto?", pregunté, mi voz temblando. "¿Dónde está El Zorro?".

"¿El Zorro?", Diego se rio. "Él está bien, de hecho, él me ayudó a organizar esta pequeña reunión, verás, él quería que vieras esto con tus propios ojos, quería que tuvieras la primicia".

Señaló a Ramírez con un gesto de la cabeza.

"Este hombre", dijo Diego con desdén, "cometió dos errores, primero, se volvió demasiado codicioso, y segundo, habló con la persona equivocada, contigo".

Se acercó a Ramírez y le arrancó la mordaza de la boca.

"¡Garmendia, por favor!", suplicó Ramírez, su voz ronca por el miedo. "¡Haré lo que quieras! ¡Puedo arreglarlo!".

"No hay nada que arreglar, Comandante", dijo Diego fríamente. "Eres un cabo suelto".

Se giró hacia mí.

"Verás, Ximena, en mi negocio, no puede haber cabos sueltos, tu hermana, Sofía, ella se convirtió en un cabo suelto, vio algo que no debía, escuchó una conversación, nada importante, en realidad, pero fue descuidada, y yo no puedo permitir el descuido".

Cada palabra era un golpe, me estaba contando, con una calma aterradora, por qué había matado a mi hermana.

"La diferencia entre tú y tu hermana", continuó, acercándose a mí, "es que tú no eres descuidada, eres peligrosa, y por eso te ofrecí un trabajo, una salida, pero la rechazaste".

Sacó una pistola de su chaqueta, el sonido del metal al amartillarse resonó en el silencio de la bodega.

"Y ahora", dijo, apuntando no a mí, sino a Ramírez, "vas a aprender una lección sobre las consecuencias".

Mis instintos de supervivencia gritaban, pero otra cosa, algo más profundo, tomó el control.

"No", dije.

Diego me miró, una ceja arqueada.

"¿No?".

Di un paso adelante, interponiéndome entre él y Ramírez.

"Si vas a matar a alguien esta noche, que sea a mí", dije, mi voz sorprendentemente firme. "Él es un policía corrupto, pero es un testigo, yo soy la amenaza, yo soy la que no se detendrá".

Era una locura, un suicidio, pero no podía quedarme parada y ver cómo lo ejecutaban a sangre fría, no después de Sofía.

Diego me miró fijamente por un largo momento, una extraña expresión en sus ojos, una mezcla de ira y... ¿admiración?

"Interesante", dijo finalmente, bajando el arma lentamente. "Muy interesante".

"Quieres demostrar un punto, ¿no?", continué, mi mente corriendo a toda velocidad. "Quieres que el mundo sepa lo que pasa cuando te desafían, mátalo a él, y serás solo otro criminal, mátame a mí, la periodista que te investigaba, y enviarás un mensaje".

El silencio se estiró, pesado y lleno de tensión.

Diego sonrió, una sonrisa genuina y aterradora.

"Tienes razón", dijo. "El mensaje es importante".

Se giró hacia sus hombres.

"Dejen ir al Comandante", ordenó. "Ya no nos sirve, llévenselo lejos, que no vuelva a mostrar su cara por esta ciudad".

Los hombres desataron a un tembloroso y confundido Ramírez y lo arrastraron hacia la salida.

Ahora estábamos solos. Solo Diego y yo.

"Tú, por otro lado", dijo, volviendo su atención hacia mí. "Tú y yo tenemos mucho de qué hablar".

Me agarró del brazo, su fuerza era abrumadora, y me arrastró más adentro de las sombras de la bodega.

Sabía que había cometido un error terrible, había salvado la vida de un hombre corrupto a cambio de la mía, y en los ojos fríos de El Diablo, vi que mi final estaba a punto de comenzar.

                         

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